lunes, 23 de noviembre de 2009

Wilbur

La historia podría comenzar con Wilbur corriendo por una calle de Tzvatzlava con una bolsa de heroína en los bolsillos. Hace frío. El cielo está encapotado. Mejor dicho: hace frío y el sol no se ve, entre los ojos agitados de Wilbur que bailotean al ritmo de su marcha por la calle empedrada y el sol que está lejos y claro, allá arriba en el cielo celeste, hay un cúmulo de nubes grises que no dejan que uno se vea con el otro. Están en dos mundos diferentes. El aire es fresco. Pero no fresco de temperatura, sino de pureza: es un aire casi virginal, poco más o menos nuevo.

Adentro, los pulmones de Wilbur se cierran y abren como una caja fuerte llena de bolitas de vidrio. Las miles y miles de millones de células que componen su cuerpo se desmadran y vuelven a amarrarse a cada tranco, en cada posición, estrecha o dilatada, en que se encuentren las extremidades o el torso. No, la cabeza. La cabeza no. La torre calva, orejuda, plomiza, tersa y blanca que nace de sus hombros está viviendo hace siglos en un calambre: es un tierra transmitiendo en sintonía desactualizada.

Wilbur ve el desierto y, más allá, el cuadro de marcos marrones y fondo celeste pendiendo del cielo. Hay una clave en el ojo que late. Una clave que también viene del pasado inflamable. Los colores se corren; hay una interferencia. El desierto regresa.

Y ahora, y de repente, como si hubieran caído simultáneamente todas las persianas, Wilbur deja de ver. Ya no distingue ni la perspectiva de las casas bajas que se angostan ni la cadena montañosa allá en el fondo, acercándose; la calada del valle, su tersura amarronada. No ve los cuadros de cemento bajo sus pies ni el rostro en la ventana; no ve las imágenes moviéndose delante de sus ojos, a menos de un milímetro, escritas en jeroglíficos.

Wilbur no ve nada. Corre. Hay ruidos alrededor. Podrían ser luces con sonido o un buque que brama al partir del puerto o el chicotazo de un elástico que se corta al estirarse. Puede ser cualquier cosa para Wilbur.

En esa especie de tiempo suspendido, ese microsegundo en que Wilbur levanta una pierna para dar un paso, uno más de su carrera que por ahora no tiene ni destino ni fin claros, y mientras la otra pierna espera para pegar la estampida contra el piso chato, que sonará a lo que sonaría una manada de búfalos ardiendo bajo el sol de la sabana, en esa grieta espacio temporal que se estira en forma de curva cerrada, Wilbur siente que se desgrana como una mazorca seca, ennegrece aún más la noche; que de pronto se congela, se somete y cae de boca.



La historia seguiría a la misma hora y bajo un puente, en otro lugar. Ni cerca ni lejos. Solamente otro lugar. Probablemente sea un chico el que está con una caña en la mano. Pongamos un chico de unos catorce años. Está recostado contra la barranca, que baja en lenta pendiente hasta el agua mansa del arroyo. La boya es naranja, la tanza muy fina, casi invisible; la caña, de junco engrasado.

Hace minutos que no se mueve. Ni la boya ni el chico. La una, acariciada apenas por el lánguido vaivén del oleaje; el otro, sumergido de lleno en su descanso.

El pasto verde que ondula en su boca es lo único que demuestra vida en ese metro y medio de carne, cartílago y hueso. Sopla una brisa apenas perceptible. Cantan tres pájaros, puede escucharlo el chico; cantan cuatro, siete, ocho, después; ya no puede escucharlos a todos. Entran voces, salen otras. Son variables de un coro polifónico de aves.

El chico levanta el sombrero y aparecen, entonces, un par de cejas recortadas bajo la sombra de la frente, los ojos verde gema, la nariz semirrecta, los labios carnosos que humedecen la lengua. Contempla la boya mecerse. Después, la panorámica se abre, siempre quieta: el puente de concreto con sus vigas de metal, las líneas del cemento marcando el macizo. La panorámica se abre: más allá del oasis que son el arroyo y los árboles donde narran los pájaros, se abre el valle. Una concavidad abrupta de matices pardos que asemeja las piernas abiertas de una mujer inmaculada.

El chico se detiene en la concavidad abierta. El chico piensa en Ludmila, una y otra vez piensa en Ludmila y, como no le alcanza, piensa en Yael. En Ludmila, primero, envuelta en un vestido suelto a cuadros, con tiradores, con la cintura abierta al aire libre, Ludmila con eso y con sus trenzas de monja descarriada. Ludmila, otra vez, con sus pies de ébano y sus manos de marfil, piensa el chico.

La ve en las calles del pueblo, trepando los muros de los patios a la hora de las iguanas; siendo la sombra de un tragaluz, la progresión borrosa en la mirilla. La ve corriendo calle abajo, también, revolución inconmensurable de las motas de polvo a sus pies; la ve entre zarzas, viboreando furiosa entre las parras de las vides.

Y como no le alcanza, el chico piensa en Yael. Su Caperucita preferida; las piernas descubiertas debajo de la pollera gris pinzada, barriendo con la vista el oasis de los árboles y el arroyo.

Y entonces, el chico perfora los límites de la tela para dejar que todo quede en sus manos, que por primera vez en toda la tarde sus manos abandonen el mango de la caña, y lentamente, como quién se cae sin querer en el sueño, sus manos se dediquen a reconfigurar las imágenes de Ludmila, y las de Jael, y a transformarlas en materia líquida de su propia imaginación.



De buscarle una extensión a la historia, podríamos hablar de Caperucita. En el supuesto caso de que haya que empezar hablando, y en ese caso, que haya que empezar hablando de algo, elijamos a Caperucita.

Caperucita que camina con un séquito de músicos a las espaldas: once harpas, tres violas, un laúd. En su andar hay una entrega que tiene que ver con el ritmo coral de los instrumentos, con la síncopa rítmica y las variaciones. Como amparada por un velo de nube o de niebla, va camino de las sombras observando el agua - los licores, son licores - del cauce del arroyo antes de entregarse a él.

Emerge y flota a centímetros del piso.

Sale Caperucita de la pintura. Entra Wilbur.

Como un signo de la convulsión, como si algo percutiera en su lóbulo frontal, Wilbur se da cuenta de que corre pero no avanza. No ve pero identifica: olores furiosos, aromas lilas. La chica es una proyección, se pierde en el desvarío, en la furia de cuarenta y seis mares que lo azotan y desdoblan. Puede ver el sendero a un lado, en uno de los márgenes (todas las cosas son márgenes) del puente. Puede verlo como a la Manzana Dorada del Paraíso sin Eva ni Víbora. Todo para él. Nada, pero todo para él.

Caperucita ha quedado atrás, a un costado.

Caperucita ve ahora al hombre de tres ojos y cabeza rapada correr y caer por la pendiente. Detrás de él van once carniceros vestidos de azul con alas negras de metal en las manos.

Caperucita oirá los ruidos y el eco de los ruidos, seco, estirado, decisivo.

Y no sabrá nada de quien, allá abajo, piensa en ella y se irá niño; no sabe que venía a verlo. A quedarse con el recuerdo de un líquido al lado de otro líquido. A redimirlo, a saturarlo de luz hasta que se quede ciego.

El Pulqui

La historia solía contarla mi abuela, en las tardes de verano a orillas de la sombra de su árbol preferido. A ella le había llegado a través de una alemana que conoció en Tucumán, en las épocas en que mi abuelo era peón golondrina. Mi abuela había pasado los 80 ya, y el alzheimer la venía azotando hacía años. A veces divagaba, y uno no sabía si las historias que contaba habían sucedido o eran producto de su variable y a la vez constante invención.

Sucedió en el Chaco, en lo que algunos llaman “el impenetrable”, en campos que habían sido de La Forestal y guardaban los secretos y tristezas que deja la sangre del hombre explotado por el hombre.

El rancho estaba en medio del monte. Era de dos ambientes - comedor y habitación - con piso de tierra y paredes de barro. El hogar a leña estaba junto al marco del umbral que comunicaba las dos piezas, lo suficientemente lejos para no derretirlo y lo apropiadamente cerca de la puerta al patio para poder airear el rancho. En el comedor, además de la cocina a leña, estaban el aparador, la foto y el trigo de San Cayetano, la Cruz de madera, los rebenques, la escopeta colgada. Para llegar hasta el baño había que salir a la galería cubierta, que daba al norte, y rodear la pared que miraba al este. Al otro lado, mirando hacia el poniente, estaba la ventana de la habitación.

Ahí vivían Ana y Oscar. Se habían casado hacía poco menos de tres años, después de un arduo y complejo tiempo de noviazgo. Las estancias en las que ambos vivieron antes de casarse, trabajando como peones (él capataz, ella hija ilegítima y no reconocida de un hacendado) estaban a más de treinta leguas de distancia, lo que hacía que los encuentros se volvieran espaciados e incompletos. Habían conseguido el rancho por el favor de un tío de Ana. Lo acondicionaron dentro de las posibilidades y se mudaron la misma noche del casamiento, horas después de la fiesta en el Club Social y Deportivo La Rivera.

Los problemas comenzaron a los pocos meses, nomás, cuando descubrieron que no podían concebir hijos. Las creencias en gualichos, magias negras y luces malas habían quedado atrás, en las generaciones pasadas, pero ambos creyeron igual que algo de oculto había en aquella imposibilidad. El hospital más cercano estaba en Villa Arroyo, a más de ocho leguas al norte por el camino real, y no era de fácil llegada para ellos que estaban escasos de plata y tiempo y transporte.

Así pasaron los primeros meses, sin conocer tampoco si era ella o él quien estaba incapacitado para la procreación, y por esas cosas del hombre no tardaron en conseguirse un perro, al que sin preámbulos llamaron Pulqui. Era una cruza de ovejero belga con una raza indefinible que usaban los lugareños para defender la hacienda y cazar chanchos jabalíes en el monte. Se los regaló Don Julio Iñíguez, que vivía ahí nomás, a la salida del pueblo.

El Pulqui se fue adueñando de cada uno de los rincones del rancho y adoptando las costumbres de sus dueños. En invierno dormía al pié del hogar a leña; por la mañana, salía con Oscar a arrear el ganado y después lo acompañaba hasta el arroyo, donde se daba sus buenos baños de la tarde, volviendo incluso con alguna presa entre los dientes. No había visita (amigo, pariente o desconocido) que no fuera recibido por el Pulqui en el cruce del camino.

Un día de marzo Ana sintió algo raro en el cuerpo. Le salió un sarpullido en la cara, estaba como más cansada. Tenía el período atrasado una semana y días atrás había tenido náuseas y algunos esporádicos retorcijones.

El primero en darse cuenta fue el perro. Mejor dicho, ellos se dieron cuenta gracias al Pulqui. De un día para el otro empezó a dormir a los pies de la cama. Esas noches en que Ana anduvo descompuesta, se iba hasta el patio y aullaba desde la galería, con el cuello estirado, como contándoselo a la luna, y no había lugar al que ella fuera que el Pulqui no la siguiera. Con todas esas señales, no había dudas: Ana estaba embarazada.

“Es ese sexto sentido, como una intuición, que tienen. Cosas de ellos que solamente ellos saben”, dijo Oscar en voz alta una noche. Y ahí mismo abrieron una botella de patero para festejar, y se bebieron juntos un buen par de tragos, y se fueron a la cama para seguir festejando.

Así como llegan las alimañas del monte, sigiloso, en silencio, llegó Ramirito al mundo. Casi sin trabajo de parto lo tuvo Ana. Nació el 19 de octubre, un día en que caía una lluvia endiablada, como traída de los pelos por el propio maligno. Se asustaron un poco al principio cuando no lloraba, pero Doña Mirta, la partera, hizo lo suyo y el chico dio su primer llanto. Y ahí nomás volvieron los festejos.

La vuelta hacia el rancho con Ramirito en brazos fue como la procesión hacia un milagro. Al salir, habían dejado al Pulqui atado a un árbol, que los miró irse con una tristeza como si en los ojos se estuvieran cavando fosas, y al verlos volver movió la cola, esperó después, sentado, a que lo desataran, y fue derecho al bebé, a olfatearlo una y otra vez hasta echarse al lado de la cuna. No hubo forma de que pasara una noche más, de ahí hasta el fin de las cosas, sin que el perro durmiera en la pieza.

Una tardecita volvían Ana y Oscar de la quinta (traían chauchas, un morrón, cebolla de verdeo) cuando lo vieron salir al Pulqui de la pieza con las mandíbulas llenas de sangre. Un pavor sin palabras les asaltó el cuerpo. Se frenaron en seco, se miraron; dudaron y - sin querer - asintieron con los ojos, siempre quietos. En un arranque inesperado, Oscar fue hasta el aparador, agarró la escopeta y sin mediar palabra le metió dos tiros al Pulqui, ahí mismo, en el umbral de la puerta. Se quedaron viendo el cuerpo inmóvil, en el que se mezclaban dos sangres diferentes. Ahora el milagro era duelo. Ninguno de los dos se animaba a entrar a la habitación. De repente, oyeron gemir a Ramirito. De un arrebato, Oscar le agarró la mano a Ana y entraron juntos, de un tranco.

A los pies de la cuna, muerta, desangrándose, había una boa de casi cuatro metros.

domingo, 22 de noviembre de 2009

La habitación abierta

Voy por la segunda cuadra cuando me cruzo con dos chicos que sé que son del barrio. A uno no lo conozco; el otro es el más chico de Bety, la mina que cosía para tía Elvira. Están jugando. O parece, no se sabe si están jugando o tomándole el pelo a la gente, los pendejos. El hijo de Bety es medio turulo; no tiene todos los jugadores. Va corriendo adelante del otro, que lleva una rama finita en la mano como si fuera un cuchillo, y le grita “¡soy Pedro, si te hacés el loco te mato y te entierro abajo de la cama!”. Los muy pendejos.

A pesar de todo, prefiero bancarme eso y mucho más, pero llegar caminando. Prefiero venir solo, en colectivo. Caminarme las ocho cuadras por la calle de tierra desde la parada del bondi hasta casa. Es como que te despegás de todo. Colgarme un rato ahí, donde termina el 61, a comer un sanguchito y tomarse unos vinos o un par de fernet con los colectiveros. A veces alguno invita.

En un momento, en el bar, aluciné que me iban a mirar con cara rara, como diciendo “¿qué hiciste, boludo?”, o “¿por qué no te callás la boca y te dejás de joder?”, cosas por el estilo. Ya se sabe cómo son los colectiveros, así de jetones, tipos duros, que no transan, por andar arriba de esas máquinas infernales chocándose todo el día con tipos tan o más hijos de puta que ellos. Pero eso de alucinar que hablaban de mí era bardo mío, nomás. Ni siquiera se dieron cuenta de la cadenita del Cristo en el pecho.

Lo bueno es que no llovió, así no hay barro. No tengo ganas de bañarme esta noche. Lo único que quiero es dormir. Hace días que no puedo tener una noche como la gente. Si el abuelo estuviera acá sería distinto. El abuelo... Pobre, pensar que se la pasaba laburando, se levantaba todo los días cinco y media para ir a laburar con esos garcas del congreso y volvía a la noche, hecho pedazo pero con unos cuantos cobres en el bolsillo. Aunque, la verdad, con ser laburador no ganas nada. Podés ser un laburador y un reverendo hijo de mil putas al mismo tiempo. No tiene nada que ver. Pero mi abuelo no era un reverendo hijo de puta, eso seguro. Para forro basta con Beto. Me tomo un bondi, viajo una hora y media, me voy hasta la otra punta del mundo, me como el garrón de tener que ver a cincuenta giles vestidos de boluditos, todos así de iguales y prolijos, con ese corte de milico a lo piojoso reventado, para que el forro de Beto me diga que me equivoqué, que para qué mierda boquié, que porqué no me callé la boca.

-Por que es “preciso” -le dije, antes de irme, aguantándomelas bien aguantadas, con los ojos que se me salían de la cara-. Porque es como si lo estuviera viendo ahora, todavía.

El tonto fui yo, que me fui hasta allá. Tendría que haberlo hecho por la mía y chau. A otra cosa. Él, que se quede con su novia en Caraza. Yo vuelvo a casa. Lo saludo al Bobby, pobrecito, atado ahí en la puerta hace no sé cuánto. Antes era más manso, callado, y de un día para el otro, como si lo hubiera sabido, se puso como loco el Bobby, ladrador, histérico. Pobre bicho, en cuanto pase esto lo suelto y que haga la que le pinte.

Cruzo el tejido y me quedo viendo el cielo. Franjas de colores, que son como rayos estacionados, van haciendo desaparecer el celeste. Qué bueno que el tiempo esté así y que no llueva... Después me cuelgo con la construcción de arriba, por la mitad, sin techo. Todo muy inconcluso. Qué distintas son las paredes de abajo, tan blancas, recién pintadas. Para que quede mejor tendría que sacar los escombros, limpiar un poco el patio y tirar al carajo el esqueleto del Renault, que para lo único que sirve es para que se me meta en la cabeza el número de la patente: C-285616, que me la sé de memoria de tanto verla quieta.

Justo que estoy por entrar aparece García. Es el viejo más hincha pelotas que yo haya visto en mi vida. El vecino más hincha pelotas de todo el mundo.

-No se preocupe -me dice. No tengo ni la más puta idea de lo que me habla. O sí. Por eso. En realidad, lo que diga García me importa un bledo. -¿Está bebido usted? Se lo ve mal... –Bárbaro, estoy. Viejo idiota. No sabe nada. Ni yerba fumé hoy. Menos pompa, García. Andá a cobrar la jubilación y dejate de joder.

Entro a casa. No sé qué hacer. No estoy seguro, no me quiero perseguir, pero me parece que alguien le dijo algo. No puede ser que justo ahora no esté. Se rajó, es obvio, me doy cuenta porque en la cocina está todo revuelto, las cosas tiradas por el piso.

Voy hasta la pieza. Me las voy a tener que ver con el montón de tierra, la pala al lado de la cama, el olor, todo eso. Ya sé, no me tengo que hacerme mala sangre. Es como un recuerdo quieto, que se queda. Como los huesos.

Estoy en eso cuando se empiezan a escuchar las sirenas. “¡Es por acá, es por acá, rápido!”, oigo que grita uno. Les parece que son SWAT o qué. Encima, vienen al pedo, porque no está. Me acerco y miro por la ventana. Uno se resbala en la cuneta y queda de culo en el barro. Un gordo grandote lo ayuda a levantarse. Eso les pasa por pelotudos, por hijos de puta. Tengo ganas de cagarme de risa, pero no me sale.

Dejo de mirar por la ventana. Vuelvo y abro el armario .La ropa no está. Se la llevó él, seguro.

Protesilao

Noche

A veces creo que soy una carta sin remitente, un chiste mal contado. Viene un rostro, otro rostro que no es el mío, un espejo, a mostrarme una figura borrosa, mal delineada. Cuando me trajeron aquí me acordé de Bernhard. Es extraño. Hay tantos recuerdos en mi cabeza que me sorprende hallar alguno. Recordé la sala de morir donde todo cuerpo que se posaba sobre una cama recibía la extremaunción. ¿Yo me iré de aquí siendo santificado? Cómo decirles que no soy Cristo pero que podría serlo. El vidrio de la ventana que da al jardín está astillado, tiene incrustadas calcomanías de Y.P.F., Disney, Casa de comidas La Góndola, una imprenta que ya cayó en bancarrota. Los enfermeros son como esas sábanas que se dedican a cambiar. Los enfermeros son peores que nosotros, son émulos malolientes de fantasmas estúpidos. Vienen a verme y les sorprende que tenga pies en las manos, hongos detrás de las orejas, un lunar en un territorio poco estético de mi cuerpo. Del pecho me cuelga un cartel que dice noventa centavos. Un libro bajo el brazo, una herida en la rodilla de cuando me caí en la bicicleta a los ocho años. Mi miembro a veces está erecto, me masturbo antes de entrar a bañarme y no me importa que me vean los demás internos, sueño pero nunca recuerdo lo que sueño (quizá porque escondí un elefante budú en la cajita musical que me regaló una tía que ya ha fallecido). Por el pasillo que viene desde la calle y va directamente a la morgue pasa un enfermero, lleva en su espalda algo escrito y no alcanzo a leerlo. ¿Debo decir que fue mi madre quien me depositó en este sótano? Mi madre es ninfómana, asexual, hermafrodita, no recuerdo. Tengo muchos recuerdos. Mi madre me azotaba de niño con el cable del televisor y luego se ponía a ver la telenovela. Mi madre me parió de un huevo. Yo soy el único humano ovíparo. Y me quedó este cascarón enajenado, pestilente, siempre pronto a romperse en quinientos pedazos. ¿Cómo? “Quinientos miligramos” dice el enfermero del turno noche. “Pegále quinientos miligramos”, y un surco se abre en mi cuerpo, desde una grieta anal algo recorre mi espasmódica carne, llega al cerebro, y mis recuerdos se adormecen como cuando mamá cantaba el arroz con leche.

Mañana

El sol me da en la cara. No soporto que el sol que entra por la ventana me dé en la cara. El sol es fresco, claro, matinal. ¿Quién recordará lo que he pensado yo hasta llegar aquí? Me clavo la aguja en el dedo mientras coso sentado en la cama mi pulóver preferido. Mi pulóver preferido tiene muchos años. Luego me abrazo a la almohada, la almohada es lo único que tengo además de mi pulóver preferido. Anoche hice tres veces el amor con mi almohada, sólo porque no estaba mi madre, sino se lo hubiera pedido a ella. (Otro rostro se enchastra, se empalaga, se achicharra. Boca es la mitad más uno, yo soy uno menos la mitad). Me siento al zapping de la memoria: un tren que pasa bramando, los zapatos que me dejó vacíos Papá Noel en mi primer cumpleaños (nací un veinticinco de diciembre y no soy Cristo), una toalla mojada, un juez corrupto. ¿Adónde van a morir los elefantes? ¿Qué hacer con nuestros molinos de viento personales? Curvas que se chocan: toca acá - le digo al enfermero -, mirá mi rostro, mi pelo arremolinado a causa de la almohada cubierta de semen. ¿Qué pasa cuando todos somos vacas que van al matadero? ¿Y qué diferencia hay entre que nos juzgue un judío y nos idolatre un hindú? Ahora debo remitirme a mis silencios: recuerdo - otra vez - cuando era chico, mi madre me vestía de sábado y yo iba a la esquina a jugar con los chicos del barrio, vecinos vestidos de lunes a viernes, y yo no resistía y me embarraba todo, y al volver a casa era azotado y enviado en penitencia a sentarme al baño, donde allí en la soledad me sentía un chico de lunes a sábado. Punto. Estoy hablando desde la alcantarilla, este lugar también es el subsuelo. A mis espaldas ha quedado un jardín rico en raíces muertas. Camine hacia donde camine siempre tendré el Oeste en mi hombro izquierdo. De repente tengo ganas de ir al baño. Como hoy me he portado bien le pido permiso al enfermero de guardia y me deja ir. Termino de limpiarme con el papel higiénico donde escribí mi trilogía novelística y miro el inodoro, veo que en lugar de mierda hay ronchas. ¿Dónde están los mosquitos, entonces? Deberé utilizar mi mano, la mano, esa mano mía en las vísceras. ¿Hay muchas preguntas aquí? ¿Se han puesto a pensar en lo bonita que es la forma de los signos de pregunta? Parecen la sonrisa vertical de una mujer desnuda. A mí me basta estirar el cuello, cerrar los ojos, abrir las fosas nasales, inspirar hondo el olor a internado que parece ir convirtiéndose en desecho humano, en fetidez. Hoy mi madre vino a visitarme. Estuvo solo un minuto. Llegó hasta mi cama, que tenía las sábanas recién cambiadas, y dijo mi nombre. Yo abrí los ojos. Al ver ella que yo estaba vivo dio media vuelta y se fue.

Tarde

Hoy por la mañana, ya tarde, trajeron el desayuno. La mujer que me lo trajo era parecida a mamá, yo se lo dije y ella me miró de reojo y se fue sin contestarme. Creo que nunca saldré de aquí y eso me divierte. “¡Soy Cristo!” grito, y el de la cama de al lado me dice que miento, porque él atestigua ser el Diablo y si yo fuese Cristo él me hubiese reconocido. Me hubiese asesinado o hubiéramos terminado dividiéndonos los territorios. Eso dice él. Quise averiguar si los recuerdos tenían personería jurídica. Un guardapolvo manchado de tinta (pueden borrarse las letras, las tintas, pero quedan la mancha, el lenguaje), mi perra despertándome en la madrugada, levantándome al baño, ver la bruja surgir desde una ventana. Me pregunto si el cartel llegará definitivamente a un peso. “Quejoso” me dice el Diablo, se levanta de su cama y viene hacia mí, se ríe de que yo haya nacido un veinticinco de diciembre y no pueda ser Cristo. “Quejoso” me dice. “Qué me importa” le digo, lo escupo. Se vuelve enojado a su cama, pero me doy cuenta de que he cometido un error. Al Diablo no se lo escupe. Estoy en eso cuando otra vez aparece ese olor a gasa infectada, a azufre, a cloroformo, a alcantarilla. El Diablo tose. “No tosas” le digo. “Cof cof cof” me contesta. Alzo los ojos y veo el juego de sombras y luces que forman las rejas de la ventana. Eso me recuerda a aquella vez que me tiré debajo de un taxi. El taxista enojado se bajó del taxi y vino a preguntarme si yo estaba loco, si no era consciente de que él estaba trabajando para darle de comer a su esposa y a su hijo. ¿Pero el taxista no se dio cuenta de que yo era su hijo? ¿No recordaba que nos había abandonado a mamá y a mí para irse por ahí con su taxi, a procrear por ahí, a coger hasta cansarse los sábados a la hora de la siesta? Acabo con el almuerzo, ya tarde. Me gusta triturar los huesitos, pensar que este pollo estuvo vivo alguna vez. El pollo era igual que yo, ambos prescindimos de placenta. Seguramente ahora mi madre vendrá a visitarme. Cuando lo haga, le pediré que vuelva al mundo y haga algunas compras para mí.

Las primeras gotas

Irene: mañana llueve, acordáte que mañana. Mirá cómo está el cielo, es imposible que no llueva y encima con la humedad que hay. No, Irene, seguro que de mañana no pasa; además, hace falta agua, te das cuentas en los animales y en las flores. Por ejemplo: al Boby no le dura el agua en el tacho; hoy, sin ir más lejos, se lo llené dos veces. Al malvón lo regué un poquito, no mucho, viste, porque ya tenía humedad y no quería inundarlo al pobrecito, está tan lindo, tan primaveral con olor a tango. Y a las rosas del frente también, le mandé regadera a lo pavote, a ellas les hace bien el agua; al último le echaba desde arriba, pobres mijitas con este calor; eso sí: con cuidado, para no deshojar las flores. Están abiertos esos rosales como no te imaginás. Irene: con este calor, de hoy no pasa. También... con el ataque de reuma que tengo como para que no llueva. Vos sabés, es fija, cuando a mí me duele la rodilla es señal de aguacero. Si apenas me puedo parar. Y para completarla, las hormigas negras. Hace un rato, cuando fui al gallinero a ver si había algún huevo... vos sabés, no sé qué tiene ese gallo, pero no cumple, no cumple, Irene, no sé qué es lo que le pasa, son tres ponedoras con alimento y todo y pusieron nada más que cuatro o cinco en la semana... te decía que cuando fui al gallinero vi, al costadito, entre las plantas que regué y el tapial... a ese tapial hay que pintarlo, Irene, recordáme que lo pinte... vi, al costadito, te decía, toda la fila de hormigas. Y de las negras. Les eché veneno a lo loco. Mirá, si no revientan hoy, revientan mañana entre el veneno y la lluvia... Porque va a llover, Irene; acordáte lo que yo te digo, mañana llueve. Vieja, ¿sabés qué?, me voy a preparar el matecito; decime si no está para el mate con unos bizcochitos, eh?... Yo lo preparo, no te preocupes, yo lo preparo. ¡¿Ves?! Ahí está, los primeros relámpagos, allá abajo ya está armada la tormenta. ¡También!... con este calor, como para que no. Era clavado. Cuando a mí me duele la rodilla y salen las hormigas... Y es raro que el Boby todavía no le haya empezado a ladrar al cielo; porque el Boby será calladito, y hasta medio tonto si se quiere, pero que es guardián, es guardián. Tomáte otro mate, vieja, tomá. Che, pero qué barbaridad, todavía no puedo creer lo que me contó Angelita; divorciarse después de treinta años de casados. Cada uno tiene su porqué... Por eso, viejita, yo siempre para usted, porque mujer hay una sola, vieja, y yo la encontré a usted y no me voy a separar hasta que... ¡¿Vés?! Cuando Ramiro dice que va a llover, hay que ir abriendo el paraguas. Ahí tenés, las primeras gotas. Esperá, esperá, al mate lo llevo yo después; vamos adentro que se va a mojar, usted; deje, deje que yo le empujo la silla. Vamos adentro, vieja, vamos que a usted no le hace nada bien mojarse.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Los hechos - Diciembre

Cuatro meses y medio después. Amanece cerca de Tacuarí, una estación de ferrocarril apenas poblada. Alguien vestido de policía le pide a Ernesto Lladós que lleve a un hombre herido hasta el pueblo. Lladós se ofrece a hacerlo y los sube a la camioneta. A los pocos metros le sale el cruce un Fairlane y le secuestran su camioneta Chevrolet. Son las 7.30 cuando ambos vehículos entran a la localidad de Arroyo Dulce. Se dirigen al Destacamento de Policía. Llevan un winchester, una metralleta y pistolas. El que se hace pasar por herido y el que va vestido de policía entran al destacamento, sorprenden y desarman al Cabo Armando de los Santos y lo llevan hasta el auto. Desde su casa particular, lindante con el destacamento, el oficial Bianchi intenta protegerse y allí comienza la balacera. La gente cree que los asaltantes ya han tomado la comisaría, pues el que va vestido de policía dispara desde la calle, cuerpo a tierra. La confusión se suma a la pólvora. Bianchi hace guarecer a su mujer y sus hijas debajo de una cama, toma la posta de la respuesta. Sabe que lo que sucede es parecido a lo de la otra vez y su forma de quitarse la duda es hacer fuego. Uno de los asaltantes resulta herido. Simultáneamente, una parte del grupo se dirige al Banco Rural, llevándose a De los Santos como prisionero. Entran, piden el dinero, “no como la última vez”, encierran a los empleados y escapan con el botín. En el Ford Fairlane regresan al destacamento, donde levantan al resto de la banda. Arrojan una bomba incendiaria y sueltan una larga ráfaga de metralla. La sala de la comisaría queda cubierta de humo de pólvora; las paredes, mechadas por las balas. Huyen del pueblo con De los Santos como rehén. A unos 12 kilómetros cambian de auto: secuestran un Peugeot color blanco, propiedad de Alberto Duhau. En el interior del Fairlane –robado en Vicente López unos días antes- que dejan abandonado con el parabrisas roto, hay manchas de sangre, mapas, cigarrillos, analgésicos, anteojos oscuros, una máquina de escribir. Más adelante, el Peugeot funde el motor y lo cambian por una Pick-up Ford F100, perteneciente al señor Casquero. En el camino cortan las líneas telefónicas para abortar todo contacto con Salto. Toman el camino de tierra que bordea el Molino Quemado, rumbo a Rojas. Bajan a los rehenes y desaparecen.

Los hechos - Julio

Mediodía templado de invierno. Dos jóvenes, bien vestidos, llegan en un Torino al Destacamento Policial de la localidad de Arroyo Dulce, ubicado sobre la calle Gowland, a menos de una cuadra de los terrenos de la estación del ferrocarril. Logran sorprender y secuestrar al oficial a cargo Bianchi y se lo llevan como rehén. Son las 13.25 cuando entran al Banco de Crédito Rural. El oficial de custodia atina a usar su arma, pero sabe que es mejor replegarse. Al grito de “esto es un asalto”, los atracadores le piden al cajero, Osvaldo Colel, que abra el tesoro. Los desconocidos toman el dinero, encierran a empleados, clientes y personal de seguridad en el archivo y salen a la calle. En total suman diez minutos de acción. Con una pistola 45 disparan a las gomas de un Torino, un Falcon, una Fiat multicarga para evitar que los persigan. Como tomándose un tiempo dentro de la línea de vértigo, detienen el colectivo de la empresa de transporte de pasajeros El Águila, que hace el trayecto Pergamino-Salto, suben y le quitan la llave de contacto. Revisan al pasaje, no roban nada: sólo constatan que ninguno lleve armas. Suben a un auto y escapan por caminos de tierra. A unos pocos kilómetros -cerca del paraje El Crisol- abandonan el auto y huyen en avión. Horas después, en el banco se realiza el arqueo de caja: la suma sustraída apenas supera el millón y medio pesos viejos, cifra muy inferior a la que se guardaba en otras oficinas del banco. Erróneamente, las primeras noticias difundidas por algunos medios de comunicación arriesgan una cantidad cercana a los 10 millones. Un hecho entre insólito y grotesco se produce sobre el final del día: policías abocados a la tarea de seguir el rastro de los ladrones se equivocan y tirotean otro avión, en el que viaja el Comisario de San Pedro, David Tabet, sin dar en el blanco. El detalle: diez días antes, el diario La Opinión de Pergamino, en su edición del 9 de julio y a través de versiones off the record, manejaba la posibilidad de que “podría intentarse el copamiento de una localidad de la zona, con el propósito de efectivizar un golpe tipo comando”.

Espera

Hace meses que veo a ese hombre sentado en ese banco. Repite su rutina a diario: llega, saluda con un golpe de ala en el sombrero, pide té y se sienta. El banco es de madera, a listones horizontales, pintado de un marrón caoba. El hombre cuelga el sombrero en uno de los extremos de uno de los listones. Recibe el té y lo bebe a sorbos lentos, tal vez por su temperatura, tal vez por costumbre. Al terminarlo, se incorpora, cruza el pasillo y lleva la taza sucia hasta la cocina. Luego, vuelve a su banco. Vale aclarar: el banco en el que sienta el hombre está ubicado en uno de los pasillos laterales del Palacio. A él se llega desde la recepción, tomando a la izquierda, y conduce a una serie de oficinas ubicadas a ambos lados del pasillo. La última de la derecha corresponde a Habilitaciones de Carruajes; la inmediata, es de Atención al Personal; la siguiente, Administración Legal. A la izquierda se ubican, sucesivamente, la Contaduría, la Sala de Primeros Auxilios, los baños y la cocina. La habitación del fondo permanece continuamente cerrada. Nadie, o muy pocos, saben qué hay ahí. Las paredes del pasillo (altas, en parte descascaradas) van pintadas de un blanco crema, con baldosas de piedra al tono y aberturas en madera tallada. Eso es lo que ve el hombre a diario, desde que llega, a las seis de la mañana, hasta que se retira, pasado el mediodía. Luego de su té, saca del morral sus libros, sus cuadernos de apuntes, y se dispone a leer. Para eso se coloca unos extraños anteojos, sin marcos, de vidrios redondos y poco aumento. A medida que lee, va tomando apuntes en alguno de sus cuadernos. Tiene uno de tapas grises, otro de tapas azules, y un tercero más pequeño, forrado en rojo. Seguramente el color determinará el tipo de apuntes. Las lecturas, de lo más variadas (he podido vislumbrar algunos de los libros cada vez que circulo por el pasillo camino del baño o la cocina) van desde tratados de teología a diarios de viajeros durante la conquista española, de crónicas de la inquisición a narraciones sobre la campaña del desierto o tratados políticos. Pocas veces lee novelas. Así pasa las mañanas el hombre. Es flaco y desgarbado. Tendrá unos sesenta años. Usa barba y tiene el pelo entrado en canas. Una joroba comienza a asomarle en la espalda. Los ojos son de un marrón castaño y las manos huesudas. Lleva siempre el mismo traje gris, camisa blanca sin corbata, zapatos negros. A veces se incorpora, va hasta el baño y vuelve con el pelo húmedo, producto del calor, o pide atención en la Sala de Primeros Auxilios. Debe ser algún mal menor. No lo he visto faltar ni un solo día en estos meses, así que, intuyo, ningún enfermedad grave lo afecta. Tampoco habla mucho con la gente. Ni con los empleados ni con aquellos que vienen por los trámites. En general, no habla; lee y no habla. Sólo una vez lo he visto llegarse hasta la Sala Principal del Palacio (mi oficina es contigua a esa), anunciarse y pedir audiencia. Luego, nunca más pasó por ahí. Yo, por eso, cada mañana, busco un pretexto (llevar papeles, ir al baño o a la cocina, como dije) para cruzar la antesala, la recepción, y entrar en el pasillo para verlo. Cada mañana. Seguramente, el lunes, al volver del fin de semana, lo encuentre sentado en su banco del pasillo, la taza de té a un lado, la mirada fija en sus libros y sus cuadernos.

Estallido de luz

Lo primero que vio fue oscuridad. Con estupor, con extrañeza, comprobó que estaba despojado de ropas. Se puso de pie. Avanzó, los brazos hacia delante, como si fueran aspas quietas, lentos tentáculos. Varios aleteos después no llegó a palpar cosa alguna. Por eso, o porque no lo había, un inédito sentido de la percepción le indicó la sala estaba vacía. Silencio. Oscuridad, nada. Y las paredes (o lo que fuera que delimitara ese lugar) a una distancia que no podía precisar. Quieto, el cuerpo levemente inclinado hacia delante como quien oye signos del futuro, esperó. Esperó. Un lapso impreciso, incontable. De un momento a otro, un ángulo de la sala se ajó en una línea vertical de luz, como si alguien que no estuviera allí se dedicara a trazarla con precisión geométrica. El hombre, despojado de su ropa, aún inmóvil, izó un pie y estuvo a punto de dar un paso. El movimiento fue simultáneo a la apertura de la línea de luz, y eso le bastó a su sentido de la percepción para comunicarle que, en una ráfaga, las paredes desaparecían y con ellas el todo, la oscuridad y su facultad de ver y no ver.

El papel

El hombre, junto a la ventanilla, lee un papel que sostiene con firmeza entre sus dedos. En la incerteza de la relectura está cuando una ráfaga de aire caliente le arrebata de las manos el papel. El hombre, pleno de estupor, alcanza a tener una última imagen: el papel que corre hacia atrás, sostenido en el aire con la liviandad de una pluma. Un segundo hombre aguarda en el paso a nivel que la formación termine de pasar. Las manos empuñando las manijas del carro, la cabeza gacha, entre los rieles ve caer un papel de cara al cielo. Se inclina y lo recoge. En la oscuridad le cuesta descifrar lo que dice; las letras se apelotonan en las líneas; son pocas, inclinadas. Llevan una firma. El hombre empuña nuevamente las manijas del carro y sube el terraplén. Cruza la avenida y, sobre una ventana con rejas, abandona el papel. Dos minutos después, el paso apresurado, un manojo de llaves tintineando en la mano, la mujer llega hasta la puerta de su casa y ve el papel detrás de la reja. Está a punto de hacerlo un bollo, pero se arrepiente. Casi con desgano lo lee mientras abre la puerta y avanza por el corredor. Esas palabras escritas por un desconocido son la señal de algo que debió haber comprendido y hecho hace ya mucho tiempo. En el comedor están su suegro, su esposo, su hijo, sentados a la mesa frente al televisor. -Esto así no puede seguir -dice la mujer-. El abuelo ya no puede vivir con nosotros en casa.

Las lechuzas

Afuera están Gracia y la menor, Dolores.

Entre el cobertizo de chapas y el olor a tierra mojada. No es nada nuevo, como todo lo compuesto por varias magias.

Gracia y la menor, Dolores (faltan Alba, Cándida) alzan las plumas. Una rasca la oreja de la otra. La otra mella sus uñas. Las baña la resolana.

Reparan seguramente en el año en que nacieron. En los ciclos. Las lunas. La lluvia invisible que ven. En el agua anegándolo.

Como si el campo les fuera mar verde y greda, ven venir la yegua en lontananza. El aire se cuece con la humedad. Gracia, Dolores, se asoman por la ventana.

Adentro, las teclas, amagan competir con el repiqueteo en el techo de paja. Una brisa, un susurro de la sudestada.

Arremangados los pantalones y de pronto, todos los animales comienzan a entrar al rancho. Uno a uno pero en manada.

El gato (solo entre tantos) deja la huella en el piso del rancho que rápidamente son borradas por la vertiente. Uno entre tantos de la manada.

Y detrás Gracia y la menor, Dolores, pero no hablan. Lo dicen todo cuanto lo callan; está todo el aura entre sus ojeras y sus párpados. Apenas se oyen el repiqueteo y el trote. Lo saben Gracia, Dolores - y aunque no estén - Alba, Cándida.

Pasan. La máquina para.

Salvación

Putos todos, escupe Pablo. Puto el que vende estampitas. Puto el diputado Pérez Piatti. Puta la vieja ponzoñosa de la despensa. Putos los pelados, puta policía. Puto el paco. Y más puta mi prima, que se fue con Pedro cuando sabía lo emperrado que estaba yo con ella. Le hubiera puesto el paraíso a los pies si me lo pedía. Bien empajado que lo tiene al pendejo ese. Por mí se pueden todos a la puta madre que los re parió. Putos todos, piensa Pablo. Y se pega un tiro.