jueves, 3 de febrero de 2011

Migue

El primero en darse cuenta fue Migue. Migue era el encargado de los mandados, por eso pasaba a cada rato por la pieza del frente. Él veía, de ida y de vuelta, lo que había y lo que no. No eran pocas las veces que nos olvidábamos la puerta abierta; confiábamos en nosotros mismos.

Migue fue uno de los últimos en llegar a la casa. Por eso quizás le hayan tocado, en el reparto de tareas, las actividades fuera del hogar. Nadie, ninguno de nosotros, quería salir en esa época.

A Migue (un apócope sencillo de Miguel que encontramos para hacer las cosas más fáciles cuando eran más difíciles) siempre lo tomamos como a uno más. Pero era él quien debía buscar las llaves en la habitación, volver hasta la cocina y avisar que salía, recorrer el pasillo, no olvidarse del dinero y la lista de las compras.

Migue ocupaba la tercera habitación contando desde la cocina. Hacia acá estábamos Marisa y yo (en verdad, era a la inversa: la habitación del centro para mí, Marisa en la siguiente). Camino de la calle, seguían la de Rael y la de los regalos. Le era útil a Migue estar a mitad de camino de todas las cosas.

Hay que decir, a todo esto, que la casa resultaba generosamente grande para nosotros cuatro. Cada uno tenía un cuarto que daba a un largo pasillo (templado por el sol de la mañana, helado vestigio del afuera desde las tempranas horas del anochecer) que a su vez desembocaba en una cocina con estufa a leña, una alacena para vajilla y comestibles, y la mesa donde desayunábamos, almorzábamos y cenábamos. Las sobremesas solían darse en el patio, si era verano, o en la habitación de Rael, que era la más espaciosa y mejor climatizada, ubicada junto a la habitación de los regalos.

Fue ahí, en el cuarto de Rael, una noche -mientras tomábamos café y fumábamos habanos que unos amigos habían traído desde la isla-, embutidos como estábamos en una discusión sobre las distancias entre los términos autor y creador, y acaso algo ebrios por el whisky de la sobremesa, cuando Migue dijo:

-Me parece que faltan cosas en la pieza del frente.

Lo dijo como desde la nada, como quien rescata una ostra después de nadar miles y miles de mares de silencio. Estaba en su silla de siempre, con su clásica cara de cansado y el vaso casi vacío en la mano. Al principio lo tomamos como una chanza de borracho o de aburrido, no le dimos más importancia de la que parecía tener. Primero no lo entendimos; después le preguntamos.

-Lo que dije. Que me parece que faltan cosas en la pieza de los regalos.

Nos miró uno por uno, le parecía imposible que no pudiéramos entender lo que había dicho con la sencillez con que lo había dicho. Sólo que, de tan sencillo, a nosotros nos parecía imposible entender. Una sombra de temor nos veló las caras.

-A veces, cuando paso, pego una ojeada. Pispeo, a ver si todo está en orden -siguió Migue, mirando el piso-. Y por momentos me parece que las cosas no están donde estaban antes. Que faltan, o que alguien las corrió de lugar. -Y volvió a levantar la vista, a repasarnos uno por uno.

Los cuatro sabíamos que los objetos de la habitación del frente no podían moverse de ahí; alguna vez sostuvimos la posibilidad de trasladarlo todo al depósito que estaba junto al lavadero, entre el patio y la cocina, pero el sólo hecho de pensar que algo pudiera romperse, o perderse dentro mismo de la casa, nos había echado atrás en la intención.

Marisa, que era la única mujer del grupo y que en su sensibilidad femenina asentaba las herramientas adecuadas para enrolarnos detrás de sus palabras, dijo que, según su opinión, había que extremar las medidas de seguridad. Cerrar la puerta con llave; turnarnos para controlar. Si era necesario, ella podría dejar la primera habitación (le habíamos asignado ese cuarto porque era desde el cual más fácilmente se accedía al baño) y mudarse al frente.

Era viernes. Quedamos en resolverlo el lunes siguiente. Habíamos pensado salir al campo el fin de semana, por lo cual, transitoriamente, bastaría con que uno de nosotros se quedara de guardia en la casa sábado y domingo. Lo llevamos a sorteo; le tocó a Rael.

El fin de semana cabalgamos, fuimos de pesca al arroyo, en la zona detrás de la chacra abandonada, e hicimos noche a orillas de la desembocadura. Volvimos el domingo, al atardecer.

-Migue tiene razón -dijo Rael apenas llegamos. Nos ayudó a bajar las cosas de la camioneta y a entrarlas-. Faltan regalos.

Estábamos cansados. Afligidos por la confirmación, quedamos en que lo hablaríamos al día siguiente. Nos dimos una ducha, comimos unos sándwiches rápidos y nos fuimos a la cama.

Esa semana, la encargada de la limpieza era Marisa. Yo cocinaba; Rael pelaba las papas y Migue estaba cosechando en la huerta. Marisa guardó los trastos en el depósito y volvió a la cocina.

-Conté uno por uno -dijo-. Faltan la tostadora, un juego de copas y el portarretratos. Por ahora eso, nada más. Quizás falten otras cosas y no me di cuenta.

Yo hacía meses que no entraba al cuarto de los regalos. Ya casi había olvidado por completo la cantidad de objetos que se apiñaban ahí adentro y no me quedaba otra posibilidad que confiar en la memoria y el trabajo de mis compañeros.

Rael se dio vuelta, se secó las manos en el repasador. Fue hasta el otro extremo de la cocina. Espió hacia la puerta que daba al patio y dijo:

-Migue fue el primero en darse cuenta de esto, ¿no?

Lo dijo como si esas palabras hubiesen estado guardadas en él desde tiempos inmemoriales; como con el eco mismo del tiempo, las dijo.

-¿Desconfiás de él? -replicó Marisa.

Siempre de cara al patio, Rael dijo que o sufríamos un boicot interno (uno de nosotros, desde adentro, estaba traicionando al grupo) o, como Marisa misma había sugerido, alguien, aprovechándose de nuestros descuidos, entraba para llevarse las cosas. De a una, de a pocas, para que nosotros no lo notásemos.

Por un instante sentí que volvíamos atrás, a cuando las cosas eran mucho más difíciles, cuando resolver cada pequeña situación nos costaba el doble o el triple de esfuerzo.

-Lo hablamos en la sobremesa -fue lo único que dije, y seguimos cocinando.

En la sobremesa decidimos que pondríamos una cerradura nueva en la habitación de los regalos; que habría sólo dos copias de la llave (una para quien estuviera de turno en la guardia, la otra se archivaría en el depósito con el resto de los originales).

Esa tarde, mientras Migue hacía los mandados y nosotros mateábamos en la cocina, Rael ahondó en lo suyo y aventuró que, para él, Migue sabía más de lo que decía.

-Vos dormís al lado de los regalos todas las noches. Y nadie te acusa de nada... -replicó Marisa sin mirarlo, untando una tostada. Disimulando apenas su enojo, parecía hablarle a la manteca y no a Rael.

Para sosegar los ánimos dije que no debíamos dejarnos ganar por la desesperación. Era cierto que tendríamos que resolverlo antes de que vinieran a buscarnos, pero para eso había tiempo. Se podía armar todo un plan estratégico de seguridad interna y externa, e, inclusive, hacer un relevamiento de lo que había e iniciar un programa de recuperación de las cosas que faltaban. En todo caso, si no pudiésemos rescatar lo perdido, al menos podríamos prevenir que nada más desapareciera.

El viernes ya las aguas se habían aquietado.

Con Marisa ya no tan a la defensiva, Rael con sus humores templados y Migue siempre comprometido en sus cosas y sin saber que en algún momento alguien había desconfiado de él, decidimos comenzar el fin de semana con un asado en el patio. Yo preparé el fuego, salé la carne y me dediqué a las ensaladas; Migue puso la mesa y Marisa propuso postres de ricota y chocolate. Rael estaba en su habitación, leyendo. Había cortado leña durante tres horas y eso significaba un merecido descanso.

Comimos bien y mucho. Cerca de la medianoche refrescó y pasamos a la habitación de Rael. Quemamos unos puros y trasegamos unas copas de whisky. Rael estaba encantado con un libro de poetas árabes de los cinco primeros siglos de la era cristiana, por lo cual expresó su entusiasmo leyendo varios pasajes realmente iluminadores.

Sería cerca de las dos de la madrugada cuando tocaron el timbre. Se hizo un silencio macizo, tenaz; nos miramos. Hacía rato que no recibíamos visitas, menos aún a esas horas. Sin decirlo, ninguno supo qué hacer.

-Yo voy -dijo Migue.

Él tenía las llaves: al otro día comenzaba su turno en la guardia.