domingo, 22 de noviembre de 2009

Protesilao

Noche

A veces creo que soy una carta sin remitente, un chiste mal contado. Viene un rostro, otro rostro que no es el mío, un espejo, a mostrarme una figura borrosa, mal delineada. Cuando me trajeron aquí me acordé de Bernhard. Es extraño. Hay tantos recuerdos en mi cabeza que me sorprende hallar alguno. Recordé la sala de morir donde todo cuerpo que se posaba sobre una cama recibía la extremaunción. ¿Yo me iré de aquí siendo santificado? Cómo decirles que no soy Cristo pero que podría serlo. El vidrio de la ventana que da al jardín está astillado, tiene incrustadas calcomanías de Y.P.F., Disney, Casa de comidas La Góndola, una imprenta que ya cayó en bancarrota. Los enfermeros son como esas sábanas que se dedican a cambiar. Los enfermeros son peores que nosotros, son émulos malolientes de fantasmas estúpidos. Vienen a verme y les sorprende que tenga pies en las manos, hongos detrás de las orejas, un lunar en un territorio poco estético de mi cuerpo. Del pecho me cuelga un cartel que dice noventa centavos. Un libro bajo el brazo, una herida en la rodilla de cuando me caí en la bicicleta a los ocho años. Mi miembro a veces está erecto, me masturbo antes de entrar a bañarme y no me importa que me vean los demás internos, sueño pero nunca recuerdo lo que sueño (quizá porque escondí un elefante budú en la cajita musical que me regaló una tía que ya ha fallecido). Por el pasillo que viene desde la calle y va directamente a la morgue pasa un enfermero, lleva en su espalda algo escrito y no alcanzo a leerlo. ¿Debo decir que fue mi madre quien me depositó en este sótano? Mi madre es ninfómana, asexual, hermafrodita, no recuerdo. Tengo muchos recuerdos. Mi madre me azotaba de niño con el cable del televisor y luego se ponía a ver la telenovela. Mi madre me parió de un huevo. Yo soy el único humano ovíparo. Y me quedó este cascarón enajenado, pestilente, siempre pronto a romperse en quinientos pedazos. ¿Cómo? “Quinientos miligramos” dice el enfermero del turno noche. “Pegále quinientos miligramos”, y un surco se abre en mi cuerpo, desde una grieta anal algo recorre mi espasmódica carne, llega al cerebro, y mis recuerdos se adormecen como cuando mamá cantaba el arroz con leche.

Mañana

El sol me da en la cara. No soporto que el sol que entra por la ventana me dé en la cara. El sol es fresco, claro, matinal. ¿Quién recordará lo que he pensado yo hasta llegar aquí? Me clavo la aguja en el dedo mientras coso sentado en la cama mi pulóver preferido. Mi pulóver preferido tiene muchos años. Luego me abrazo a la almohada, la almohada es lo único que tengo además de mi pulóver preferido. Anoche hice tres veces el amor con mi almohada, sólo porque no estaba mi madre, sino se lo hubiera pedido a ella. (Otro rostro se enchastra, se empalaga, se achicharra. Boca es la mitad más uno, yo soy uno menos la mitad). Me siento al zapping de la memoria: un tren que pasa bramando, los zapatos que me dejó vacíos Papá Noel en mi primer cumpleaños (nací un veinticinco de diciembre y no soy Cristo), una toalla mojada, un juez corrupto. ¿Adónde van a morir los elefantes? ¿Qué hacer con nuestros molinos de viento personales? Curvas que se chocan: toca acá - le digo al enfermero -, mirá mi rostro, mi pelo arremolinado a causa de la almohada cubierta de semen. ¿Qué pasa cuando todos somos vacas que van al matadero? ¿Y qué diferencia hay entre que nos juzgue un judío y nos idolatre un hindú? Ahora debo remitirme a mis silencios: recuerdo - otra vez - cuando era chico, mi madre me vestía de sábado y yo iba a la esquina a jugar con los chicos del barrio, vecinos vestidos de lunes a viernes, y yo no resistía y me embarraba todo, y al volver a casa era azotado y enviado en penitencia a sentarme al baño, donde allí en la soledad me sentía un chico de lunes a sábado. Punto. Estoy hablando desde la alcantarilla, este lugar también es el subsuelo. A mis espaldas ha quedado un jardín rico en raíces muertas. Camine hacia donde camine siempre tendré el Oeste en mi hombro izquierdo. De repente tengo ganas de ir al baño. Como hoy me he portado bien le pido permiso al enfermero de guardia y me deja ir. Termino de limpiarme con el papel higiénico donde escribí mi trilogía novelística y miro el inodoro, veo que en lugar de mierda hay ronchas. ¿Dónde están los mosquitos, entonces? Deberé utilizar mi mano, la mano, esa mano mía en las vísceras. ¿Hay muchas preguntas aquí? ¿Se han puesto a pensar en lo bonita que es la forma de los signos de pregunta? Parecen la sonrisa vertical de una mujer desnuda. A mí me basta estirar el cuello, cerrar los ojos, abrir las fosas nasales, inspirar hondo el olor a internado que parece ir convirtiéndose en desecho humano, en fetidez. Hoy mi madre vino a visitarme. Estuvo solo un minuto. Llegó hasta mi cama, que tenía las sábanas recién cambiadas, y dijo mi nombre. Yo abrí los ojos. Al ver ella que yo estaba vivo dio media vuelta y se fue.

Tarde

Hoy por la mañana, ya tarde, trajeron el desayuno. La mujer que me lo trajo era parecida a mamá, yo se lo dije y ella me miró de reojo y se fue sin contestarme. Creo que nunca saldré de aquí y eso me divierte. “¡Soy Cristo!” grito, y el de la cama de al lado me dice que miento, porque él atestigua ser el Diablo y si yo fuese Cristo él me hubiese reconocido. Me hubiese asesinado o hubiéramos terminado dividiéndonos los territorios. Eso dice él. Quise averiguar si los recuerdos tenían personería jurídica. Un guardapolvo manchado de tinta (pueden borrarse las letras, las tintas, pero quedan la mancha, el lenguaje), mi perra despertándome en la madrugada, levantándome al baño, ver la bruja surgir desde una ventana. Me pregunto si el cartel llegará definitivamente a un peso. “Quejoso” me dice el Diablo, se levanta de su cama y viene hacia mí, se ríe de que yo haya nacido un veinticinco de diciembre y no pueda ser Cristo. “Quejoso” me dice. “Qué me importa” le digo, lo escupo. Se vuelve enojado a su cama, pero me doy cuenta de que he cometido un error. Al Diablo no se lo escupe. Estoy en eso cuando otra vez aparece ese olor a gasa infectada, a azufre, a cloroformo, a alcantarilla. El Diablo tose. “No tosas” le digo. “Cof cof cof” me contesta. Alzo los ojos y veo el juego de sombras y luces que forman las rejas de la ventana. Eso me recuerda a aquella vez que me tiré debajo de un taxi. El taxista enojado se bajó del taxi y vino a preguntarme si yo estaba loco, si no era consciente de que él estaba trabajando para darle de comer a su esposa y a su hijo. ¿Pero el taxista no se dio cuenta de que yo era su hijo? ¿No recordaba que nos había abandonado a mamá y a mí para irse por ahí con su taxi, a procrear por ahí, a coger hasta cansarse los sábados a la hora de la siesta? Acabo con el almuerzo, ya tarde. Me gusta triturar los huesitos, pensar que este pollo estuvo vivo alguna vez. El pollo era igual que yo, ambos prescindimos de placenta. Seguramente ahora mi madre vendrá a visitarme. Cuando lo haga, le pediré que vuelva al mundo y haga algunas compras para mí.

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