domingo, 22 de noviembre de 2009

La habitación abierta

Voy por la segunda cuadra cuando me cruzo con dos chicos que sé que son del barrio. A uno no lo conozco; el otro es el más chico de Bety, la mina que cosía para tía Elvira. Están jugando. O parece, no se sabe si están jugando o tomándole el pelo a la gente, los pendejos. El hijo de Bety es medio turulo; no tiene todos los jugadores. Va corriendo adelante del otro, que lleva una rama finita en la mano como si fuera un cuchillo, y le grita “¡soy Pedro, si te hacés el loco te mato y te entierro abajo de la cama!”. Los muy pendejos.

A pesar de todo, prefiero bancarme eso y mucho más, pero llegar caminando. Prefiero venir solo, en colectivo. Caminarme las ocho cuadras por la calle de tierra desde la parada del bondi hasta casa. Es como que te despegás de todo. Colgarme un rato ahí, donde termina el 61, a comer un sanguchito y tomarse unos vinos o un par de fernet con los colectiveros. A veces alguno invita.

En un momento, en el bar, aluciné que me iban a mirar con cara rara, como diciendo “¿qué hiciste, boludo?”, o “¿por qué no te callás la boca y te dejás de joder?”, cosas por el estilo. Ya se sabe cómo son los colectiveros, así de jetones, tipos duros, que no transan, por andar arriba de esas máquinas infernales chocándose todo el día con tipos tan o más hijos de puta que ellos. Pero eso de alucinar que hablaban de mí era bardo mío, nomás. Ni siquiera se dieron cuenta de la cadenita del Cristo en el pecho.

Lo bueno es que no llovió, así no hay barro. No tengo ganas de bañarme esta noche. Lo único que quiero es dormir. Hace días que no puedo tener una noche como la gente. Si el abuelo estuviera acá sería distinto. El abuelo... Pobre, pensar que se la pasaba laburando, se levantaba todo los días cinco y media para ir a laburar con esos garcas del congreso y volvía a la noche, hecho pedazo pero con unos cuantos cobres en el bolsillo. Aunque, la verdad, con ser laburador no ganas nada. Podés ser un laburador y un reverendo hijo de mil putas al mismo tiempo. No tiene nada que ver. Pero mi abuelo no era un reverendo hijo de puta, eso seguro. Para forro basta con Beto. Me tomo un bondi, viajo una hora y media, me voy hasta la otra punta del mundo, me como el garrón de tener que ver a cincuenta giles vestidos de boluditos, todos así de iguales y prolijos, con ese corte de milico a lo piojoso reventado, para que el forro de Beto me diga que me equivoqué, que para qué mierda boquié, que porqué no me callé la boca.

-Por que es “preciso” -le dije, antes de irme, aguantándomelas bien aguantadas, con los ojos que se me salían de la cara-. Porque es como si lo estuviera viendo ahora, todavía.

El tonto fui yo, que me fui hasta allá. Tendría que haberlo hecho por la mía y chau. A otra cosa. Él, que se quede con su novia en Caraza. Yo vuelvo a casa. Lo saludo al Bobby, pobrecito, atado ahí en la puerta hace no sé cuánto. Antes era más manso, callado, y de un día para el otro, como si lo hubiera sabido, se puso como loco el Bobby, ladrador, histérico. Pobre bicho, en cuanto pase esto lo suelto y que haga la que le pinte.

Cruzo el tejido y me quedo viendo el cielo. Franjas de colores, que son como rayos estacionados, van haciendo desaparecer el celeste. Qué bueno que el tiempo esté así y que no llueva... Después me cuelgo con la construcción de arriba, por la mitad, sin techo. Todo muy inconcluso. Qué distintas son las paredes de abajo, tan blancas, recién pintadas. Para que quede mejor tendría que sacar los escombros, limpiar un poco el patio y tirar al carajo el esqueleto del Renault, que para lo único que sirve es para que se me meta en la cabeza el número de la patente: C-285616, que me la sé de memoria de tanto verla quieta.

Justo que estoy por entrar aparece García. Es el viejo más hincha pelotas que yo haya visto en mi vida. El vecino más hincha pelotas de todo el mundo.

-No se preocupe -me dice. No tengo ni la más puta idea de lo que me habla. O sí. Por eso. En realidad, lo que diga García me importa un bledo. -¿Está bebido usted? Se lo ve mal... –Bárbaro, estoy. Viejo idiota. No sabe nada. Ni yerba fumé hoy. Menos pompa, García. Andá a cobrar la jubilación y dejate de joder.

Entro a casa. No sé qué hacer. No estoy seguro, no me quiero perseguir, pero me parece que alguien le dijo algo. No puede ser que justo ahora no esté. Se rajó, es obvio, me doy cuenta porque en la cocina está todo revuelto, las cosas tiradas por el piso.

Voy hasta la pieza. Me las voy a tener que ver con el montón de tierra, la pala al lado de la cama, el olor, todo eso. Ya sé, no me tengo que hacerme mala sangre. Es como un recuerdo quieto, que se queda. Como los huesos.

Estoy en eso cuando se empiezan a escuchar las sirenas. “¡Es por acá, es por acá, rápido!”, oigo que grita uno. Les parece que son SWAT o qué. Encima, vienen al pedo, porque no está. Me acerco y miro por la ventana. Uno se resbala en la cuneta y queda de culo en el barro. Un gordo grandote lo ayuda a levantarse. Eso les pasa por pelotudos, por hijos de puta. Tengo ganas de cagarme de risa, pero no me sale.

Dejo de mirar por la ventana. Vuelvo y abro el armario .La ropa no está. Se la llevó él, seguro.

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