lunes, 23 de noviembre de 2009

El Pulqui

La historia solía contarla mi abuela, en las tardes de verano a orillas de la sombra de su árbol preferido. A ella le había llegado a través de una alemana que conoció en Tucumán, en las épocas en que mi abuelo era peón golondrina. Mi abuela había pasado los 80 ya, y el alzheimer la venía azotando hacía años. A veces divagaba, y uno no sabía si las historias que contaba habían sucedido o eran producto de su variable y a la vez constante invención.

Sucedió en el Chaco, en lo que algunos llaman “el impenetrable”, en campos que habían sido de La Forestal y guardaban los secretos y tristezas que deja la sangre del hombre explotado por el hombre.

El rancho estaba en medio del monte. Era de dos ambientes - comedor y habitación - con piso de tierra y paredes de barro. El hogar a leña estaba junto al marco del umbral que comunicaba las dos piezas, lo suficientemente lejos para no derretirlo y lo apropiadamente cerca de la puerta al patio para poder airear el rancho. En el comedor, además de la cocina a leña, estaban el aparador, la foto y el trigo de San Cayetano, la Cruz de madera, los rebenques, la escopeta colgada. Para llegar hasta el baño había que salir a la galería cubierta, que daba al norte, y rodear la pared que miraba al este. Al otro lado, mirando hacia el poniente, estaba la ventana de la habitación.

Ahí vivían Ana y Oscar. Se habían casado hacía poco menos de tres años, después de un arduo y complejo tiempo de noviazgo. Las estancias en las que ambos vivieron antes de casarse, trabajando como peones (él capataz, ella hija ilegítima y no reconocida de un hacendado) estaban a más de treinta leguas de distancia, lo que hacía que los encuentros se volvieran espaciados e incompletos. Habían conseguido el rancho por el favor de un tío de Ana. Lo acondicionaron dentro de las posibilidades y se mudaron la misma noche del casamiento, horas después de la fiesta en el Club Social y Deportivo La Rivera.

Los problemas comenzaron a los pocos meses, nomás, cuando descubrieron que no podían concebir hijos. Las creencias en gualichos, magias negras y luces malas habían quedado atrás, en las generaciones pasadas, pero ambos creyeron igual que algo de oculto había en aquella imposibilidad. El hospital más cercano estaba en Villa Arroyo, a más de ocho leguas al norte por el camino real, y no era de fácil llegada para ellos que estaban escasos de plata y tiempo y transporte.

Así pasaron los primeros meses, sin conocer tampoco si era ella o él quien estaba incapacitado para la procreación, y por esas cosas del hombre no tardaron en conseguirse un perro, al que sin preámbulos llamaron Pulqui. Era una cruza de ovejero belga con una raza indefinible que usaban los lugareños para defender la hacienda y cazar chanchos jabalíes en el monte. Se los regaló Don Julio Iñíguez, que vivía ahí nomás, a la salida del pueblo.

El Pulqui se fue adueñando de cada uno de los rincones del rancho y adoptando las costumbres de sus dueños. En invierno dormía al pié del hogar a leña; por la mañana, salía con Oscar a arrear el ganado y después lo acompañaba hasta el arroyo, donde se daba sus buenos baños de la tarde, volviendo incluso con alguna presa entre los dientes. No había visita (amigo, pariente o desconocido) que no fuera recibido por el Pulqui en el cruce del camino.

Un día de marzo Ana sintió algo raro en el cuerpo. Le salió un sarpullido en la cara, estaba como más cansada. Tenía el período atrasado una semana y días atrás había tenido náuseas y algunos esporádicos retorcijones.

El primero en darse cuenta fue el perro. Mejor dicho, ellos se dieron cuenta gracias al Pulqui. De un día para el otro empezó a dormir a los pies de la cama. Esas noches en que Ana anduvo descompuesta, se iba hasta el patio y aullaba desde la galería, con el cuello estirado, como contándoselo a la luna, y no había lugar al que ella fuera que el Pulqui no la siguiera. Con todas esas señales, no había dudas: Ana estaba embarazada.

“Es ese sexto sentido, como una intuición, que tienen. Cosas de ellos que solamente ellos saben”, dijo Oscar en voz alta una noche. Y ahí mismo abrieron una botella de patero para festejar, y se bebieron juntos un buen par de tragos, y se fueron a la cama para seguir festejando.

Así como llegan las alimañas del monte, sigiloso, en silencio, llegó Ramirito al mundo. Casi sin trabajo de parto lo tuvo Ana. Nació el 19 de octubre, un día en que caía una lluvia endiablada, como traída de los pelos por el propio maligno. Se asustaron un poco al principio cuando no lloraba, pero Doña Mirta, la partera, hizo lo suyo y el chico dio su primer llanto. Y ahí nomás volvieron los festejos.

La vuelta hacia el rancho con Ramirito en brazos fue como la procesión hacia un milagro. Al salir, habían dejado al Pulqui atado a un árbol, que los miró irse con una tristeza como si en los ojos se estuvieran cavando fosas, y al verlos volver movió la cola, esperó después, sentado, a que lo desataran, y fue derecho al bebé, a olfatearlo una y otra vez hasta echarse al lado de la cuna. No hubo forma de que pasara una noche más, de ahí hasta el fin de las cosas, sin que el perro durmiera en la pieza.

Una tardecita volvían Ana y Oscar de la quinta (traían chauchas, un morrón, cebolla de verdeo) cuando lo vieron salir al Pulqui de la pieza con las mandíbulas llenas de sangre. Un pavor sin palabras les asaltó el cuerpo. Se frenaron en seco, se miraron; dudaron y - sin querer - asintieron con los ojos, siempre quietos. En un arranque inesperado, Oscar fue hasta el aparador, agarró la escopeta y sin mediar palabra le metió dos tiros al Pulqui, ahí mismo, en el umbral de la puerta. Se quedaron viendo el cuerpo inmóvil, en el que se mezclaban dos sangres diferentes. Ahora el milagro era duelo. Ninguno de los dos se animaba a entrar a la habitación. De repente, oyeron gemir a Ramirito. De un arrebato, Oscar le agarró la mano a Ana y entraron juntos, de un tranco.

A los pies de la cuna, muerta, desangrándose, había una boa de casi cuatro metros.

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