El hombre, junto a la ventanilla, lee un papel que sostiene con firmeza entre sus dedos. En la incerteza de la relectura está cuando una ráfaga de aire caliente le arrebata de las manos el papel. El hombre, pleno de estupor, alcanza a tener una última imagen: el papel que corre hacia atrás, sostenido en el aire con la liviandad de una pluma. Un segundo hombre aguarda en el paso a nivel que la formación termine de pasar. Las manos empuñando las manijas del carro, la cabeza gacha, entre los rieles ve caer un papel de cara al cielo. Se inclina y lo recoge. En la oscuridad le cuesta descifrar lo que dice; las letras se apelotonan en las líneas; son pocas, inclinadas. Llevan una firma. El hombre empuña nuevamente las manijas del carro y sube el terraplén. Cruza la avenida y, sobre una ventana con rejas, abandona el papel. Dos minutos después, el paso apresurado, un manojo de llaves tintineando en la mano, la mujer llega hasta la puerta de su casa y ve el papel detrás de la reja. Está a punto de hacerlo un bollo, pero se arrepiente. Casi con desgano lo lee mientras abre la puerta y avanza por el corredor. Esas palabras escritas por un desconocido son la señal de algo que debió haber comprendido y hecho hace ya mucho tiempo. En el comedor están su suegro, su esposo, su hijo, sentados a la mesa frente al televisor. -Esto así no puede seguir -dice la mujer-. El abuelo ya no puede vivir con nosotros en casa.
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