jueves, 19 de noviembre de 2009

Espera

Hace meses que veo a ese hombre sentado en ese banco. Repite su rutina a diario: llega, saluda con un golpe de ala en el sombrero, pide té y se sienta. El banco es de madera, a listones horizontales, pintado de un marrón caoba. El hombre cuelga el sombrero en uno de los extremos de uno de los listones. Recibe el té y lo bebe a sorbos lentos, tal vez por su temperatura, tal vez por costumbre. Al terminarlo, se incorpora, cruza el pasillo y lleva la taza sucia hasta la cocina. Luego, vuelve a su banco. Vale aclarar: el banco en el que sienta el hombre está ubicado en uno de los pasillos laterales del Palacio. A él se llega desde la recepción, tomando a la izquierda, y conduce a una serie de oficinas ubicadas a ambos lados del pasillo. La última de la derecha corresponde a Habilitaciones de Carruajes; la inmediata, es de Atención al Personal; la siguiente, Administración Legal. A la izquierda se ubican, sucesivamente, la Contaduría, la Sala de Primeros Auxilios, los baños y la cocina. La habitación del fondo permanece continuamente cerrada. Nadie, o muy pocos, saben qué hay ahí. Las paredes del pasillo (altas, en parte descascaradas) van pintadas de un blanco crema, con baldosas de piedra al tono y aberturas en madera tallada. Eso es lo que ve el hombre a diario, desde que llega, a las seis de la mañana, hasta que se retira, pasado el mediodía. Luego de su té, saca del morral sus libros, sus cuadernos de apuntes, y se dispone a leer. Para eso se coloca unos extraños anteojos, sin marcos, de vidrios redondos y poco aumento. A medida que lee, va tomando apuntes en alguno de sus cuadernos. Tiene uno de tapas grises, otro de tapas azules, y un tercero más pequeño, forrado en rojo. Seguramente el color determinará el tipo de apuntes. Las lecturas, de lo más variadas (he podido vislumbrar algunos de los libros cada vez que circulo por el pasillo camino del baño o la cocina) van desde tratados de teología a diarios de viajeros durante la conquista española, de crónicas de la inquisición a narraciones sobre la campaña del desierto o tratados políticos. Pocas veces lee novelas. Así pasa las mañanas el hombre. Es flaco y desgarbado. Tendrá unos sesenta años. Usa barba y tiene el pelo entrado en canas. Una joroba comienza a asomarle en la espalda. Los ojos son de un marrón castaño y las manos huesudas. Lleva siempre el mismo traje gris, camisa blanca sin corbata, zapatos negros. A veces se incorpora, va hasta el baño y vuelve con el pelo húmedo, producto del calor, o pide atención en la Sala de Primeros Auxilios. Debe ser algún mal menor. No lo he visto faltar ni un solo día en estos meses, así que, intuyo, ningún enfermedad grave lo afecta. Tampoco habla mucho con la gente. Ni con los empleados ni con aquellos que vienen por los trámites. En general, no habla; lee y no habla. Sólo una vez lo he visto llegarse hasta la Sala Principal del Palacio (mi oficina es contigua a esa), anunciarse y pedir audiencia. Luego, nunca más pasó por ahí. Yo, por eso, cada mañana, busco un pretexto (llevar papeles, ir al baño o a la cocina, como dije) para cruzar la antesala, la recepción, y entrar en el pasillo para verlo. Cada mañana. Seguramente, el lunes, al volver del fin de semana, lo encuentre sentado en su banco del pasillo, la taza de té a un lado, la mirada fija en sus libros y sus cuadernos.

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