tag:blogger.com,1999:blog-42256654080106440712024-03-08T15:30:18.332-03:00Taller NegroRecursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.comBlogger19125tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-31490468801246962282014-12-09T15:01:00.000-03:002014-12-09T15:01:29.218-03:00Nunca entendí cómo mis padres llegaron a ser pareja(Texto publicado en la sección Mundos Íntimos de Clarín el 29 de noviembre de 2014)<br />
<br />
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Una frase típica de mi niñez le pertenece a
mamá: “Decile a tu papá que quiero hablar con él”. Eso iniciaba todo un camino:
yo se lo decía a papá, papá ni siquiera me preguntaba qué era. O me preguntaba
qué era y yo confesaba desconocerlo. Papá iba a casa, se juntaban a charlar en
la puerta. Eran pocas las ocasiones en que me tocaba compartir la charla. La
mayor parte de las veces me pedían que me quedara adentro, y desde ahí trataba
de escuchar a través de la puerta o la ventana que daba de la escalera a la
calle, pero no me llegaban más que susurros, murmullos inaudibles.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">¿Qué mundo se construía allá afuera en Salto,
provincia de Buenos Aires, donde aún vivo, mientras yo lo ignoraba? El mío, mi
futuro, sospecho ahora que el futuro ha llegado. Un futuro disociado que había
empezado cuando tenía nueve meses y mis padres se separaron. Di vida a algunas
estrategias para defenderme: la idea de que hablaran de mí sin que yo lo
supiera y el desconocimiento del tema construían inquietudes y un misterio que
me llevaban a que, aquello que desconocía, lo inventara. ¿Estará ahí la génesis
de un escritor?<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Podían quererme y mucho –de hecho lo hacían y
lo siguen haciendo– cada uno a su modo, desde lugares diferentes, pero estaba
claro que nunca desde un ambiente compartido. Era como si uno de ellos amase
mis aurículas y el otro mis ventrículos. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Mamá, por su infancia de privaciones, quiso y
pudo –a costa de mucho esfuerzo– ser de clase media, siempre más atenta al “qué
dirán” que a las proyecciones del propio deseo. A papá eso nunca le importó: su
visión de la vida siempre fue romántica, bohemia, nostálgica, con desprecio por
lo material y cruzada por la ausencia de compromisos.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Mis padres se habían conocido en el restaurante
en que mamá era cocinera y papá un habitué. Camionero, solitario, soltero
empedernido a los 40, eso lo convertía en el cliente ideal para cualquier
bodegón. Si hubo un dónde, nunca supe cómo ni cuándo se vieron y hablaron por
primera vez, aunque sí pude descifrar gracias a El hombre mediocre, de José
Ingenieros (costumbre de mi padre de poner en los libros el lugar y la fecha
donde los compraba), que es probable que yo haya sido concebido en Mar del
Plata. En la página 7, antes de la Advertencia de Ingenieros, en letra
manuscrita de mi padre, se lee: Inés y Hernán. Mar del Plata. 14.1.73. Nací en
octubre. Los números cierran. ¿Por qué a papá se le ocurrió comprar ese libro?
Nunca lo supe, ni se lo pregunté. </span>Sí que lo leí y subrayé hasta agotarme.</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Ahora, ¿qué buscaba cada uno al iniciar una
relación? Me queda intuir, nada más: mamá, una redención de su fracaso anterior
–su primer marido, con quien tuvo a mis dos hermanas–. Papá, un destino de amor
que quizás jamás había soñado.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Papá era camionero, por lo cual la ausencia
que sus viajes de trabajo le imponían se convertían en un doble abandono. Es
imborrable la imagen de él yendo a buscarme al departamentito de dos ambientes
al que me había mudado con mamá después de la separación diciendo “adiviná en
qué vine” mientras me sostenía en sus brazos y yo veía el camión surgiendo más
allá del tapial. El camión era una tierra prometida móvil, una máquina
indescifrable hecha de hierros y tornillos a la que yo quería subirme no sólo
para vivir la aventura de recorrer campos, chacras y rutas infinitas, sino
también el vehículo que acarreaba algo tan intangible como la “completud”
emocional y tan sencillo como tener cerca lo que a diario me faltaba.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Una anécdota lo pinta a papá de cuerpo entero.
Yo estaba en los veintilargos y venía de perderlo todo con la crisis de 2001.
Una noche de verano, mientras mirábamos juntos el cielo, me dijo: “Cuando estoy
solo, salgo al patio, miro las estrellas y pienso: ¿Qué estará haciendo Hernán
en este momento?”. No aguanté, se lo dije: “a un hijo no se lo cría mirando las
estrellas”. No debí hacerlo, debí haber contenido mi impulso, no pude. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Mamá nunca quiso ni tuvo tiempo de
contemplarlas. Porque laburó, porque de noche prefirió mirar la tele antes que
las estrellas, porque para ella la nostalgia es dolor y la bohemia, pobreza.
Parece contradictorio, pero no fue papá –el hombre– sino mamá –la mujer– quien
me llevó a jugar en las categorías infantiles del Club Sports, donde rompimos
el record de tantas derrotas acumuladas que, ante un empate, nos hicieron un
asado para festejarlo. Mi amigo el Flaco es testigo de aquella racha negativa.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Yo regresaba de la cancha con dolor de cabeza,
incómodo, agotado como si hubiese corrido una maratón, cuando en realidad ni
siquiera había jugado. Lo mío era la mediocridad, el banco de suplentes.
Compraba gratuitamente una actividad que no me interesaba desarrollar. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">No sé si papá recuerda que jugué al futbol de
chico, como tampoco sé si mamá recuerda que con papá comíamos asados los
domingos al mediodía mientras escuchábamos las carreras de turismo carretera.
Es el día de hoy que no tolero el automovilismo: creo que los relatores gritan
más de lo que dicen.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">En la semana los días transcurrían monótonos,
repetitivos: escuela, casa de mamá, amigos. Hacer los mandados, mirar la tele.
Los fines de semana, esa comodidad perturbadora se transformaba. Cuando no
estaba de viaje, la vida con papá se llenaba con excursiones al pueblito rural
donde vivía mi abuela, sembrar almácigos de verduras y hortalizas, dormir
juntos en una cama de dos plazas.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">En la dicotomía flotaba parte de mi niñez: ni
papá preguntaba por las actividades a las que mamá me invitaba ni viceversa. O
tal vez sí, de manera esporádica, aunque no es algo que haya quedado en mi
memoria. Y ya se sabe: lo que la memoria no guarda pasa al costal de la
inexistencia. Para mamá, volver a casa con la pesca del domingo que habíamos
logrado con papá era una molestia que implicaba escamas en la pileta del
lavadero, ropa sucia, vahos hediondos en la heladera, un alimento que nunca
consumiríamos.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Recuerdo una escena de mis doce o trece años.
Mamá –en una jugada poco usual para la época– me sacó turno con una psicóloga.
Esa fue la forma que encontró para ayudarme. Es que después de estar uno o dos
días con papá, yo volvía perdido, disconforme, hostil. Como escribió Gonzalo
Garcés hace poco en este mismo lugar, al volver a casa “el dolor era
desquiciante”. Mamá podía verlo. En la intimidad, por la noche, al irme a la
cama, yo cerraba los ojos y me sentía caer por un agujero negro, infinito,
rodeado también por un vacío total y absoluto. Un túnel por el que resbalaba,
aunque sin tocar cosa alguna, en caída libre. Un descenso inmóvil, un efecto
indefinible que se apoderaba de mi cuerpo. Era una pesadilla de chico despierto
que se repetía.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">No sé qué habrá pensado papá. Si lo supo, si
mamá lo consultó al respecto o no en alguna de esas charlas en la puerta de
casa. Conociéndolo como lo conozco, no creo que él haya visto la terapia como
una solución. El consultorio era en un primer piso, con un vitraux de colores
que daba a la calle. Las sesiones se sucedieron mientras los puños de mi
campera se iban cubriendo de una capa verdosa y opaca. En fin, lloraba a moco
tendido y la manga era el mejor pañuelo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">No recuerdo ni una palabra de lo que dije en
aquellas sesiones. Sí que, al salir, me sentía liviano, animado, como si un
lastre macizo y antiguo se me hubiera caído de los bolsillos sin que me diera
cuenta. Si alguna vez la palabra esperanza tuvo un sentido en mi vida, fue ese.
En terapia de adulto descubrí que detrás de los enojos y la angustia que habían
caminado junto a mí durante tanto tiempo como una herencia, había un pedido,
una demanda: ser visto, observado, atendido. De ahí a la victimización había
sólo un paso. Hay una frase que lo resume todo: el que se enoja es un hombre,
el que llora es un niño.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">¿Qué pasó ahora que todos crecimos? Mamá, que
fue una peleadora nata toda su vida, un burro de carga que supo criar sola y
con entereza a sus tres hijos, se volcó a la quietud, el letargo: apenas si
sale a caminar, fuma, mira la tele, duerme en cualquier horario. Papá vive en
el abandono de la que alguna vez fue su casa materna, lidiando con el Síndrome
de Diógenes (la acumulación compulsiva de objetos inútiles). Para él, el tiempo
nunca pasó. Hace poco lo dijo en una reunión de amigos, de pie y a boca de
jarro, como a él le gusta: “No tengo todo lo que quisiera, pero aprendí a ser
feliz con lo que tengo”. Una verdadera declaración de principios.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Ella se enferma seguido, él sufre los achaques
de la edad. Mamá nos tiene a mis hermanas y a mí. Papá, a mí solamente. De papá
heredé mis placeres: la pesca, el asado, la ruta. De mamá, el método y el
orden, el amor por el hogar como un segundo cuerpo. Es el día de hoy que me
sigue pareciendo increíble que dos personas tan distintas entre sí hayan estado
juntas en un momento de sus vidas. Ahí estoy yo, como testigo. Lo que sí es
cierto es que ninguno de los dos aprendió a confesar qué es lo que les pasa,
contar sus propios dolores, pedir ayuda cuando les es necesario. Ni a preguntar
al otro (en este caso, su hijo) qué es lo que le pasa, cuáles son sus dolores,
ver que también él es incapaz de pedir ayuda cuando la necesita.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Sin quererlo, ellos fueron el motivo de mis
quince minutos de fama. La entrada con más comentarios y “me gusta” de mi
Facebook tiene que ver con una anécdota sencilla que se dio el año pasado y
contiene el poder la síntesis: “Mis padres se separaron cuando yo tenía 9 meses
(o sea: en unos días se cumplen 39 años). La semana pasada vino a mi casa mi
vieja: se olvidó un taper con yerba. El fin de semana vino mi viejo: se olvidó
la azucarera. Nos podríamos juntar a tomar unos mates ...”. Si esto fuera una
sitcom, acá irían las risas <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Y esa esperanza tuvo su ápice hace unos meses,
durante el cumpleaños de mi hijo. Papá llegó tarde y mamá fue a recibirlo, le
preguntó si había almorzado. Él le dijo que no. Ella le describió el escueto
menú (choripán o hamburguesa) y le preguntó si quería que le hiciera un sándwich.
Él quiso, y ella se lo preparó. Hacía 40 años que mamá no le cocinaba a papá.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="ES">Cuando los junté a papá y mamá un sábado para
contarles de esta nota, después de la charla, papá le pidió a mamá que se
sentara frente a él. Primero hizo un silencio, largo. Y después le propuso
matrimonio. “Para que al menos te quede la pensión. Sé que me queda poco de
vida, es una forma de devolverte todo lo que hiciste por mi hijo”. No sé qué va
a contestar, pero creo a que a mamá la puso feliz la propuesta.<o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-86016929096495225092012-11-27T22:43:00.000-03:002012-11-27T22:43:31.511-03:00Cuatro caminos<br />
<div class="MsoNormal">
Completa, la historia no puedo contarla, porque completa no
me llegó. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Sí puedo
decir que quien me la refirió fue mi padre, el día en que cumplía setenta y
cinco años. (El paréntesis me dejará convenir que es una edad más que apta para
andar remontando leyendas lugareñas, y que es en eso quizás donde se justifique
lo fragmentario: en el olvido, en las omisiones, y ante lo cual no queda otra
que dar con verdades a medias, inauditas).<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Si digo que
mi padre tardó treinta y cinco años en presentarme esta historia no es que
fallo al creer conocerlo ni que ande malo de oídos.<i> </i>Él, tan afecto a repetir historias, contándolas una y otra vez
hasta desgastarlas, hasta quitarles el jugo, su esencia, capaz de guardar los
detalles más anodinos de las fechas más vagas, nunca supo cómo acercarme ésta.
Y yo, que tantas veces supe escucharlo hasta el hartazgo, hasta la desazón,
aquella vez no pude más que rendirme ante los hechos.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Era uno de
esos días de agosto -fresco, soleado, ventoso- donde la primavera se cuela en el
invierno no sin un hálito de recelo. El plan, comer un asado a la sombra de un
fresno en el pueblo en que vive mi padre. Un pueblo perdido en esa verde
profundidad de monte y llanura, de naturaleza erigida a fuerza de garrote y
soledad que es la pampa húmeda; un pueblo quedo en el tiempo donde los ruidos,
rostros, escenas, son sólo un cúmulos de groseras repeticiones.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Frente a la
casa, las ovejas pastaban en silencio; una yunta de teros -delatores, falsamente
entusiastas- asonaba los terrenos de la estación de ferrocarril abandonada. Los
plátanos se acunaban ante el viento en un seseo cadencioso.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Nosotros comimos
el asado y bebimos unos vinos y tomamos ese sol de las dos de la tarde que
adormece a los hombres y enardece a las iguanas.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Al bajar el
calor, le propuse el obsequio más sincero y sencillo que podía proponerle:
salir de paseo por caminos rurales. Me lo agradeció con una sonrisa; supo que
era un obsequio largamente pensado.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Dejamos el
pueblo atrás. Pasamos por la puerta de la chacra de Achaga e hicimos la ese, la
recta larga; cruzamos el arroyo (mi padre, fiel a sus convicciones, vio correr
el agua con melancolía: un problema de caderas le impedía, desde hacía años,
practicar su deporte favorito: la contemplación tan propia de quien pesca),
costeamos la vía. Me vi doblar una y diez veces, oír “allá es lo Marasovich”,
dejar que en mi memoria se repitiese la anécdota de aquel casco de estancia.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
También para
mí estaba dado el disfrute de aquel paisaje: los campos amarrillos que empezaban
a reverdecer entre los últimos estertores del invierno; los huellones,
vestigios de las últimas lluvias; vaquillonas, alambres, pájaros alrededor;
lagunas perdidas como ojos tuertos en medio de la nada.<i><o:p></o:p></i></div>
<div class="MsoNormal">
La marca,
la herencia estaba ahí: era parte de ese momento en que uno acaba por no saber
si lo que hace lo hace por el otro, porque vive en el otro, o para disimular -reafirmar
en silencio, como quien engaña a quien no ignora- que ya está, que ya entró
también en uno.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Fue cuando
pasamos el segundo arroyo, un cañaveral, una laguna repleta de garzas y
flamencos, y llegamos entre pozos hondos como penas a un camino asfaltado y
luego a un cruce, donde mi padre dijo: “Pará acá”.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Abrió la
puerta. Giró en tanto su cadera se lo permitió y bajó lento, contoneándose. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Fue hacia
el camino de tierra y se detuvo a la sombra. El sol se disimulaba detrás de un
monte de sauces y eucaliptos. El cruce no era otra cosa que una línea ancha, de
tierra, deshecha por las lluvias, que corría de norte a sur, cortada ante la
ruta asfaltada en una figura geométrica perfecta.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Mi padre
dejó que la vista se le perdiera en lontananza. Era un hombre solo, en la
soledad del campo, mirando un camino igual a cualquier otro, tantas veces
atravesado por miles de hombres, apenas transformado por el tiempo.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
-Este cruce
era conocido antes como Los Cuatro Caminos. -Las palabras comenzaron a brotarle
de la boca como una chorrera, como si las hubiese tenido atascadas durante
décadas en la nuez de la garganta. -Allá –señaló un poco a la izquierda-, había
un almacén de ramos generales mezcla con pulpería. Se vendían alimentos, se
bebía vino, se jugaba a las cartas: mus, codillo, loba. Acá –la mano giró
levemente hacia la derecha, cayó a un rincón cubierto de restos de alambrado-,
se jugaba a la taba, se mateaba, se bebía vino. Los domingos al mediodía se
hacía asado con cuero, y a la tarde, en el camino, se hacían carreras de
sortijas. Y también se bebía vino. -Creo que ambos sonreímos-. Había un viejo
que venía siempre, un personaje bárbaro, vivía en una carreta. Sinforoso Reyes Basavilbaso,
se llamaba. Echado de nombre andaba el viejo. O se lo inventaba, qué sé yo.
Tenía un perro cusco que dormía con él en la carreta y lo seguía a todos lados.
En la casa de atrás vivía el encargado del almacén con la mujer. - Hizo una
pausa, se quedó buscando algo, sumando cosas. -Yo estaba acá, jugando a la
sombra. Hacía un calor bárbaro. Ese verano hubo una sequía impresionante, hizo
estragos en la zona. Se perdió el maíz, los arroyos eran hilitos de agua.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
No pude
dejar de imaginar el calor húmedo, lacerante, el polvo hirviente de una tarde
de verano. A mi padre, el chico de ocho años que era mi padre, jugando bajo un
sauce, solo, viendo pasar las horas de su niñez: piensa en correr pero no está
seguro de tener el permiso para hacerlo, sabe de castigos paternos, de ramazos
en las piernas. Ignora lo que vendrá, pero sabe que le está vedado. Mi padre,
el chico de ocho años que toda su vida será, entreteniéndose apenas en dibujar
círculos infinitos, rectas sinuosas, líneas al azar sobre el polvo.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
-Nunca supe
si adentro pasó algo, si hubo algún encontronazo. La cosa es que un tipo que
estaba en la pulpería salió caminando para allá –señaló en dirección al sur-,
llegó a la casa del encargado, dejó la bolsa con la comida y la damajuana al
borde del camino y se subió al alambrado. Me parece verlo clarito, como si
hubiera sido ayer, la imagen del tipo trepado al alambre. Parece que lo que
quería era espiar hacia adentro de la casa, espiar a la mujer del encargado.
Capaz que estaba un poco borracho. Entonces salió el marido de la mujer. En una
mano llevaba el mate y en la otra un cuchillo. Pelearon, se revolcaron. Hasta
que lo mató. –Volvió a hacer una pausa, a ordenar las partes. -El tipo del
almacén quedó tirado en el piso, y ahí nomás se desangró. El otro se puso la
bolsa al hombro, agarró la damajuana y siguió camino como si nada. Zavala se
llamaba el tipo; el que murió, el esposo de la mujer. El otro creo que era
Rosales, o algo así. De la mujer no me acuerdo.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Ahora todo
era tapera. Del monte de sauces y eucaliptos llegaban el susurro de los
aleteos: comenzaba a atardecer y los pájaros buscaban guarida. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
-Enseguida
se llenó de gente. Viste como es, rodean a los muertos como moscas a la bosta. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Enfatizando,
le pregunté si llegó a enterarse qué había sido del tipo y de la mujer. Dijo
que no; que varias veces, durante años, se dedicó a preguntarle a los
lugareños, pero nada: las menciones no iban más allá de una viuda, un apellido
foráneo, un cuchillo. La confusa conjugación de datos propia del paso de los
días y del olvido. Sí se acordaba de que, al poco tiempo, el boliche cambió de
dueño; lo compró un tano revirado y se acabaron las tardes de vinos y sortija. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Como si de
repente el tiempo se hubiese resuelto hacia atrás, como si alguien hubiera
mezclado las cartas y vuelto a dar, una figura comenzó a emerger desde el fondo
del camino. En pocos minutos, a un carro tirado por un caballo viejo,
descocido, lo seguía una blanda polvareda y dos perros flacos. El carrero era
un hombre mayor, panzón, de tez oscura. Parecía ir medio dormido. Llevaba
sombrero de ala, bombachas de gaucho y camisa a cuadro cerrada por un pañuelo
al cuello. Avanzaba lento. Al llegar al asfalto, giró en dirección a Chacabuco
y se tocó el sombrero en señal de saludo. Mi padre le respondió con el brazo en
alto y un tímido “adiós”.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
Atrás, abajo, una estela púrpura
bordaba el horizonte. Lentamente anochecía. En pocos minutos, el carro, el
hombre y sus animales dejaron de ser un punto en la distancia. Calmo, haciendo
un esfuerzo para no sufrir los avatares de su cadera rota, mi padre subió al
auto. En camino de regreso le pregunté cómo había terminado aquella tarde.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
-El abuelo, en aquel entonces,
tenía un Ford 38 –retomó. Su voz era ahora una melancolía de pie sobre dolores
maltrechos, añejados. -Esa tarde me llamó, me dijo “vamos hijo, que viene la
policía”; nos subimos al Ford 38 y nos fuimos. No dijo una palabra en todo el
viaje de vuelta. Yo tampoco le pregunté nada. No pude dormir por tres o cuatro
noches: cerraba los ojos y se me aparecía la imagen del tipo arriba del
alambrado, los dos peleando, uno tirado en el camino, el otro caminando con la
damajuana y la bolsa al hombro. Nunca más oí al abuelo hablar del tema, por lo
menos conmigo.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
En el silencio del campo, el
motor del auto era una cuña molesta, un elemento preciso fuera de lugar.
Hicimos el mismo camino que mi abuelo y él aquella tarde, sólo que esta vez no
en un Ford 38, sólo que 35 años después, siendo otros hombres, dos adultos,
ningún niño. Llegamos al pueblo, a casa de mi padre, ya entrada la noche. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
El viento había retrocedido y
transformaba a los plátanos en un paisaje inmóvil; había refrescado. Los
animales de la estación de trenes dormían en los corrales.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
Atravesar la puerta de su casa
fue para mi padre ponerle un cierre, un broche abierto y final a la historia de
los Cuatro Caminos. Propuso vino pero terminamos en unos mates. Una hora
después me despedí hasta el siguiente fin de semana.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
A esto lo
pienso ahora porque no lo dije entonces; porque lo pensé en el trayecto, cuando
volvíamos desde los Cuatro Caminos al pueblo, y lo seguí pensando de regreso,
solo, después de dejar a mi padre en su casa. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
En medio de
una serie infinita de probabilidades, a través de arbitrarias elucubraciones y
devaneos, varias ideas insistieron por sí solas:<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
¿Y si
aquella muerte fue algo premeditado?<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
¿Qué tal si
ambos -la mujer, Rosales- sabían que el hombre se subiría al alambrado, se
asomaría a esa ventana; que Zavala estaría esperándolo detrás de la cortina con
el cuchillo, disimulándolo con el mate, para dar vuelta a la cocina, salir por
el patio trasero, e ir de matador en vez de encontrarse cara a cara con la
muerte? Nada quita que marido y mujer quisieran sacarse de encima a un borracho
pendenciero y que las cosas terminaran mal.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
O tal vez
la mujer había buscado a Rosales con los ojos en el bar; tal vez el marido dio
con esa búsqueda, pudo adivinar que Rosales la pretendía y el deseo de matar
fue germinando en él como desquite a tanta mirada lasciva, a tanta hambre de
carne caliente.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="text-indent: 35.4pt;">
O mejor: Zavala y ella eran
amantes, y si al otro día la policía no había golpeado su puerta, ese hombre
reaparecería cuando ya no quedase nadie en el almacén ni en la casa y diría:
acá estoy, mujer acá me tenés, todo tuyo y sin nadie en el medio.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Tal vez
ella misma -me quedo para mí con esta verdad- necesitaba al ejecutor de una
venganza íntima, muda, e hizo lo necesario para que aquel hombre se asomara a
la ventana sabiéndolo más ebrio, mejor cuchillero y peleador que su marido.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
La pregunta
-más allá de todas estas vanas elucubraciones- sigue, seguirá siendo por qué a
mi padre le llevó tanto tiempo acercarme esa historia. Cómo él, que sufre la
insalubre tentación de repetir una y cien veces sus historias, nunca había
llegado hasta ésta. Supongo -una vez más- que habrá sido porque aún vive en él
ese niño de ocho años a quien le queda muy lejos una infancia y demasiado cerca
un miedo. Pero es sólo una suposición.<o:p></o:p></div>
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<br /></div>
Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-22453566585402819812012-06-24T00:00:00.000-03:002012-06-24T00:00:05.112-03:00Falso descenso<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">1<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Volvemos de un fin de semana de amigos en La Pampa. Santiago
y Alejandro duermen atrás, noqueados por una larga noche de cena, bares,
boliches y casino. Guillermo maneja y yo voy de copiloto. Apenas si estamos a
mitad de la mañana. Cebo unos mates, para mantener despierto al conductor, y en
el estéreo suena un disco -genial, inigualable- de Leonard Cohen. Ya pasamos
Catriló y Pellegrini, estamos a pocos kilómetros de Trenque Lauquen. Guillermo
dice:<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Dónde almorzamos?<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Manejamos dos posibilidades: Pehuajó o Carlos Casares. En
Pehuajó no hay ningún parador abierto. Ya es mediodía pasado cuando nos
encontramos con el tenedor libre a orillas de la ruta, en la entrada a Casares.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Vamos, que ya está la comida –grita Guillermo, parando la
camioneta, abriendo la puerta, estirando las piernas.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las caras de Alejandro y Santiago son la de dos fantasmas
asustados: ¿qué pasó, dónde estamos, por qué nos detuvimos? Están fulminados,
ni siquiera recuerdan que el ser humano debe alimentarse para sobrevivir. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fumo un cigarrillo mientras ellos entran y eligen la mesa. De
cara al viento frío y seco de junio me doy cuenta de que hay algo que me ronda
la cabeza; se ocupa de mí, me preocupa, me ataca en silencio, escondido, sin
revelarse.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Termino el cigarrillo y entro.<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Poné el partido –dice Santiago, ya con la panza llena, la
campera en la nuca a modo de almohada, segundos antes de volver a caer rendido
por nocaut en las fauces del sueño.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es cierto, no me acordaba –digo. ¿Digo o pienso? No sé.
Para el caso es lo mismo. Siento que miento cuando digo que no lo recordaba.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le pregunto a Guillermo cómo se pasa de CD a radio: opera
él, presiona botones. De repente aparece la voz de un locutor, alterna con el
comentario previo del partido, va al móvil en la puerta del estadio, sigue una
múltiple cantidad de publicidades. Siempre con el rugido de las hinchadas de
fondo, la tensión instalada que viaja en el aire por amplitud modulada. Señales
que llegan desde las afueras de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, atraviesan media
provincia y caen en nosotros, que ya pasamos 9 de Julio, cambiamos de ruta y
estamos un poco más cerca de casa.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pavone ya hizo el primer gol; basta otro (sea de rebote, en
contra, no importa) para forzar los penales. Los penales, la triste ilusión de
vencer el azar. Pero Farré tira por la borda cien años de historia y empata.
Ahora hay que hacer dos, pienso, pero no lo digo. No lo puedo decir, no lo
puedo creer.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Estamos entrando a la ciudad cuando Tavio hace el penal. Me
dejo caer lentamente en una algarabía muda. Pero tampoco me sirve de mucho: tengo
una sospecha negativa, casi una epifanía traicionera: erra. Se lo atajan. No lo
hace. Suele pasar en la vida: cuando más y mejor tenés que hacerlo, peor te
sale.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tal cual. No lo hace.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es mentira –pienso-. Es mentira. No puede ser. Cómo hago
para creerlo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Con ese penal, con un 2 a 1, lo levantábamos. Aunque
faltaran pocos minutos. El clamor de la gente, el poco corazón que le queda a
esos jugadores, ese viento de proeza que suele soplar como por milagro en el
Monumental.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Ahora no. Ya no. Imposible.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Nos vemos en la B –me dice Alejandro, siempre con cara de
dormido, metiendo la cabeza por la ventanilla-. No te olvides que soy hincha de
Chacarita.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Chau –les digo a Guillermo y a Santiago al bajar en casa,
mientras arranco mi bolso del piso de la camioneta-. Nos vemos en la semana.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En la semana, o el año que viene.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
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<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Adentro me esperan mi esposa y mi hijo. Ella no llora, pero
tampoco puede negarle a las lágrimas que le mojen los ojos. Ladea la cabeza. He
visto la incredulidad en ella cientos de veces. Nunca como ese día. Nunca.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">2<o:p></o:p></span></div>
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<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No recuerdo cuál fue el primer partido que vi en la tele.
Quizás ni siquiera fuera uno de River (supongamos: Independiente-Ferro o Vélez-Instituto).
Era uno de esos programas de relleno que ponen los canales de deportes a media
tarde. Partidazos, Campañas, Clásicos, Expediente Fútbol, ese tipo de cosas.
Material de archivo para cuando los picos de audiencia caen. Yo no había ido a
laburar y me tumbé en la cama menos por ganas de dormir la siesta que para
sobrellevar el sopor posterior al almuerzo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En otros canales había resúmenes de la fecha de Primera A y
de Nacional B, que de pronto, para todos los medios periodísticos, había ganado
una notoriedad inusitada. Pero yo no quería mirar Arsenal-Lanús o
Ñuls-Estudiantes. No me interesaba. Y el Nacional B tampoco. A quién podía
interesarle el presente de Independiente Rivadavia de Mendoza, Patronato de
Paraná, Deportivo Merlo o Defensa y Justicia. A mí, por lo menos, no.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por eso me enganché con ese partido. <o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fue aquel histórico empate con Platense 4 a 4. Fecha 38,
última del Torneo 1985/86 que River ganó cómodo, por diferencia de 10 puntos,
cinco fechas antes del final. Resultado cambiante, vibrante partido con el
Millonario ya consagrado y un Calamar que luchaba por mantener la categoría.
Hoy aquellos nombres son objetos perdidos en el baúl de la memoria, pero vi, en
las imágenes difusas de aquellas vetustas cámaras de televisión de los ’80, que
los goles los hicieron Scigliano, Nannini, Gambier y Grimoldi para Platense; y Alonso,
Centurión y dos veces Morresi para River. Era cierto: aunque yo no quisiera
aceptarlo, el nombre del programa estaba bien puesto: partidazo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mi esposa me preguntó muchas veces qué pensaba del descenso.
Nada, le dije, o pensé en decírselo y no sé si le dije. Es que era cierto.
Nada. No pensaba nada, ni siquiera podía sentirlo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No recuerdo (últimamente me cuesta retener datos que no sean
de un pasado lejano) en qué canal lo vi, pero fue un programa dedicado a
aquellas épocas gloriosas de los 90: Tricampeonato y Supercopa del 97. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">River se quedaba con el Apertura 1997. Primero, a un punto de
Boca. El último torneo oficial del Enzo. Y ahí nomás, la Supercopa. La final
con el San Pablo de Brasil. El último título internacional. Un partido, como no
se cansan de repetir los relatores y comentaristas, no apto para cardíacos.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La fiesta de la gente con la entrada del equipo. El alerta
generalizado cuando Roger le atajó el penal a Francescoli. El primero de Salas,
medio de rebote después de un centro. El segundo, una clase magistral de fútbol
en vivo y en directo (o en una repetición, qué importa): la bajó con la zurda,
enganchó, hizo pasar de largo a un defensor brasileño y definió de derecha, con
la de palo. Algo poco común de ver. Después, la expulsión de Astrada y la
fiesta final.<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Burgos, Hernán Díaz, Ayala, Berizzo, Sorín, Placente, Monserrat,
Escudero, Astrada, Berti, Solari, Gallardo, Borrelli, Francescoli, Salas, Rambert,
Medina Bello. Los años gloriosos de Ramón Díaz como DT. Ya no volveríamos a
tener un equipo como ese.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En mayo del año siguiente hicimos otro viaje de amigos. Fuimos
a Junín, los mismos cuatro. La ciudad estaba alterada: Sarmiento había
ascendido de la B Metropolitana al Nacional B. Las calles eran una sola cosa verde:
banderas, cantitos, bombos, redoblantes, gente y más gente. No hacía una
semana, otro equipo de la zona también había subido: Douglas Haig de Pergamino,
desde el Argentino A. Dos equipos del interior de la provincia, separados por
apenas 100 kilómetros, iban a estar el año siguiente en el mismo torneo. Por
fuera de eso, no hablamos de fútbol. Alejandro es hincha de Chacarita, boqueando
para no ahogarse en la B Metropolitana; Santiago, de Boca, pero no es de seguir
los partidos-, a Guillermo ni siquiera le interesa el fútbol. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En la tele decían que le había ganado a Chacarita,
Independiente Rivadavia de Mendoza y Desamparados de San Juan, pero mi interés
no estaba puesto en ahondar en esas lides. Por ejemplo: daban Almirante Brown-Quilmes
en la Televisión Pública. ¿Qué le pasa al gobierno?, dije, o pensé en voz alta.
¿Cómo no les alcanza con el Fútbol para Todos inventan estos partidos? Si eso
era el fútbol actual, yo pasaba. Me interesaba otra cosa. En las horas de la
siesta no leía, no charlaba con mi esposa, no dormía: solamente estaba
dispuesto a recorrer la grilla de canales deportivos hasta encontrar uno de
estos programas enlatados donde pasaran uno de River. Por ejemplo, uno del
Clausura 2004, con el Negro Astrada como Director Técnico, recién retirado como
jugador. Astrada, el tipo que más títulos ganó en la historia del club. En ese
torneo goleó a Estudiantes, Independiente, Arsenal y Colón, y le ganó a los
otros cuatro grandes, incluido el 1 a 0 en la Bombonera con gol de Cavenaghi. Otra
vez Cavenaghi. <o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">O del Apertura ’99, donde le volvió a ganar a Boca en el
Monumental después de 11 años, con goles del Payasito Aimar y del Ángel
colombiano, los dos por arriba del arquero. O mejor todavía: del Clausura ‘94,
invicto, a 5 puntos del segundo, con el debut del Tolo Gallego como técnico, el
Enzo como goleador y un lapidario 3 a 0 a Boca en la anteúltima fecha.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="text-align: center;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">* * *<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y en la tele todavía se preguntan qué es River. Esto es
River. ¿Quién dijo que juega en el Nacional B? ¿A quién se le ocurrió esa
mentira, qué canal puede sostener esa ficción? El verdadero River juega hoy (lo
vi en un adelanto, el partido empieza a las tres de la tarde) contra Boca.
Contra Boca, nada más y nada menos. Clásico de clásicos. Últimamente vi tantos
partidos que hasta me animo a pronosticar el resultado: 3 a 3. Parece un
delirio, pero es posible. ¿Por qué no? ¿Por
qué siempre hay que pronosticar un 1 a 0 o un 6 a 1? Aunque no jueguen Hernán
Díaz ni Gallardo ni Sorín, y aunque ellos tengan al Manteca Martínez y al traidor
de Cedrés en la delantera, no se olviden que nosotros tenemos a Villalba, Ayala
y Berti. Lo damos vuelta, estoy seguro de que lo damos vuelta. Y hasta me juego
que el Tito Bonano ataja un penal. Partidazo.<o:p></o:p></span></div>
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<br /></div>
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<br /></div>Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-28018413308390539742011-02-03T18:26:00.000-03:002011-02-03T18:27:58.026-03:00MigueEl primero en darse cuenta fue Migue. Migue era el encargado de los mandados, por eso pasaba a cada rato por la pieza del frente. Él veía, de ida y de vuelta, lo que había y lo que no. No eran pocas las veces que nos olvidábamos la puerta abierta; confiábamos en nosotros mismos.<br /><br />Migue fue uno de los últimos en llegar a la casa. Por eso quizás le hayan tocado, en el reparto de tareas, las actividades fuera del hogar. Nadie, ninguno de nosotros, quería salir en esa época.<br /><br />A Migue (un apócope sencillo de Miguel que encontramos para hacer las cosas más fáciles cuando eran más difíciles) siempre lo tomamos como a uno más. Pero era él quien debía buscar las llaves en la habitación, volver hasta la cocina y avisar que salía, recorrer el pasillo, no olvidarse del dinero y la lista de las compras.<br /><br />Migue ocupaba la tercera habitación contando desde la cocina. Hacia acá estábamos Marisa y yo (en verdad, era a la inversa: la habitación del centro para mí, Marisa en la siguiente). Camino de la calle, seguían la de Rael y la de los regalos. Le era útil a Migue estar a mitad de camino de todas las cosas.<br /><br />Hay que decir, a todo esto, que la casa resultaba generosamente grande para nosotros cuatro. Cada uno tenía un cuarto que daba a un largo pasillo (templado por el sol de la mañana, helado vestigio del afuera desde las tempranas horas del anochecer) que a su vez desembocaba en una cocina con estufa a leña, una alacena para vajilla y comestibles, y la mesa donde desayunábamos, almorzábamos y cenábamos. Las sobremesas solían darse en el patio, si era verano, o en la habitación de Rael, que era la más espaciosa y mejor climatizada, ubicada junto a la habitación de los regalos.<br /><br />Fue ahí, en el cuarto de Rael, una noche -mientras tomábamos café y fumábamos habanos que unos amigos habían traído desde la isla-, embutidos como estábamos en una discusión sobre las distancias entre los términos autor y creador, y acaso algo ebrios por el whisky de la sobremesa, cuando Migue dijo:<br /><br />-Me parece que faltan cosas en la pieza del frente.<br /><br />Lo dijo como desde la nada, como quien rescata una ostra después de nadar miles y miles de mares de silencio. Estaba en su silla de siempre, con su clásica cara de cansado y el vaso casi vacío en la mano. Al principio lo tomamos como una chanza de borracho o de aburrido, no le dimos más importancia de la que parecía tener. Primero no lo entendimos; después le preguntamos. <br /><br />-Lo que dije. Que me parece que faltan cosas en la pieza de los regalos.<br /><br />Nos miró uno por uno, le parecía imposible que no pudiéramos entender lo que había dicho con la sencillez con que lo había dicho. Sólo que, de tan sencillo, a nosotros nos parecía imposible entender. Una sombra de temor nos veló las caras.<br /><br />-A veces, cuando paso, pego una ojeada. Pispeo, a ver si todo está en orden -siguió Migue, mirando el piso-. Y por momentos me parece que las cosas no están donde estaban antes. Que faltan, o que alguien las corrió de lugar. -Y volvió a levantar la vista, a repasarnos uno por uno.<br /><br />Los cuatro sabíamos que los objetos de la habitación del frente no podían moverse de ahí; alguna vez sostuvimos la posibilidad de trasladarlo todo al depósito que estaba junto al lavadero, entre el patio y la cocina, pero el sólo hecho de pensar que algo pudiera romperse, o perderse dentro mismo de la casa, nos había echado atrás en la intención.<br /><br />Marisa, que era la única mujer del grupo y que en su sensibilidad femenina asentaba las herramientas adecuadas para enrolarnos detrás de sus palabras, dijo que, según su opinión, había que extremar las medidas de seguridad. Cerrar la puerta con llave; turnarnos para controlar. Si era necesario, ella podría dejar la primera habitación (le habíamos asignado ese cuarto porque era desde el cual más fácilmente se accedía al baño) y mudarse al frente.<br /><br />Era viernes. Quedamos en resolverlo el lunes siguiente. Habíamos pensado salir al campo el fin de semana, por lo cual, transitoriamente, bastaría con que uno de nosotros se quedara de guardia en la casa sábado y domingo. Lo llevamos a sorteo; le tocó a Rael.<br /><br />El fin de semana cabalgamos, fuimos de pesca al arroyo, en la zona detrás de la chacra abandonada, e hicimos noche a orillas de la desembocadura. Volvimos el domingo, al atardecer. <br /><br />-Migue tiene razón -dijo Rael apenas llegamos. Nos ayudó a bajar las cosas de la camioneta y a entrarlas-. Faltan regalos.<br /><br />Estábamos cansados. Afligidos por la confirmación, quedamos en que lo hablaríamos al día siguiente. Nos dimos una ducha, comimos unos sándwiches rápidos y nos fuimos a la cama. <br /><br />Esa semana, la encargada de la limpieza era Marisa. Yo cocinaba; Rael pelaba las papas y Migue estaba cosechando en la huerta. Marisa guardó los trastos en el depósito y volvió a la cocina.<br /><br />-Conté uno por uno -dijo-. Faltan la tostadora, un juego de copas y el portarretratos. Por ahora eso, nada más. Quizás falten otras cosas y no me di cuenta.<br /><br />Yo hacía meses que no entraba al cuarto de los regalos. Ya casi había olvidado por completo la cantidad de objetos que se apiñaban ahí adentro y no me quedaba otra posibilidad que confiar en la memoria y el trabajo de mis compañeros.<br /><br />Rael se dio vuelta, se secó las manos en el repasador. Fue hasta el otro extremo de la cocina. Espió hacia la puerta que daba al patio y dijo:<br /><br />-Migue fue el primero en darse cuenta de esto, ¿no?<br /><br />Lo dijo como si esas palabras hubiesen estado guardadas en él desde tiempos inmemoriales; como con el eco mismo del tiempo, las dijo.<br /><br />-¿Desconfiás de él? -replicó Marisa.<br /><br />Siempre de cara al patio, Rael dijo que o sufríamos un boicot interno (uno de nosotros, desde adentro, estaba traicionando al grupo) o, como Marisa misma había sugerido, alguien, aprovechándose de nuestros descuidos, entraba para llevarse las cosas. De a una, de a pocas, para que nosotros no lo notásemos.<br /><br />Por un instante sentí que volvíamos atrás, a cuando las cosas eran mucho más difíciles, cuando resolver cada pequeña situación nos costaba el doble o el triple de esfuerzo.<br /><br />-Lo hablamos en la sobremesa -fue lo único que dije, y seguimos cocinando.<br /><br />En la sobremesa decidimos que pondríamos una cerradura nueva en la habitación de los regalos; que habría sólo dos copias de la llave (una para quien estuviera de turno en la guardia, la otra se archivaría en el depósito con el resto de los originales).<br /><br />Esa tarde, mientras Migue hacía los mandados y nosotros mateábamos en la cocina, Rael ahondó en lo suyo y aventuró que, para él, Migue sabía más de lo que decía.<br /><br />-Vos dormís al lado de los regalos todas las noches. Y nadie te acusa de nada... -replicó Marisa sin mirarlo, untando una tostada. Disimulando apenas su enojo, parecía hablarle a la manteca y no a Rael.<br /><br />Para sosegar los ánimos dije que no debíamos dejarnos ganar por la desesperación. Era cierto que tendríamos que resolverlo antes de que vinieran a buscarnos, pero para eso había tiempo. Se podía armar todo un plan estratégico de seguridad interna y externa, e, inclusive, hacer un relevamiento de lo que había e iniciar un programa de recuperación de las cosas que faltaban. En todo caso, si no pudiésemos rescatar lo perdido, al menos podríamos prevenir que nada más desapareciera.<br /><br />El viernes ya las aguas se habían aquietado. <br /><br />Con Marisa ya no tan a la defensiva, Rael con sus humores templados y Migue siempre comprometido en sus cosas y sin saber que en algún momento alguien había desconfiado de él, decidimos comenzar el fin de semana con un asado en el patio. Yo preparé el fuego, salé la carne y me dediqué a las ensaladas; Migue puso la mesa y Marisa propuso postres de ricota y chocolate. Rael estaba en su habitación, leyendo. Había cortado leña durante tres horas y eso significaba un merecido descanso.<br /><br />Comimos bien y mucho. Cerca de la medianoche refrescó y pasamos a la habitación de Rael. Quemamos unos puros y trasegamos unas copas de whisky. Rael estaba encantado con un libro de poetas árabes de los cinco primeros siglos de la era cristiana, por lo cual expresó su entusiasmo leyendo varios pasajes realmente iluminadores.<br /><br />Sería cerca de las dos de la madrugada cuando tocaron el timbre. Se hizo un silencio macizo, tenaz; nos miramos. Hacía rato que no recibíamos visitas, menos aún a esas horas. Sin decirlo, ninguno supo qué hacer.<br /><br />-Yo voy -dijo Migue.<br /><br />Él tenía las llaves: al otro día comenzaba su turno en la guardia.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-734430865035843122010-06-16T11:00:00.001-03:002010-06-16T11:00:58.074-03:00"Caso abierto". Por Sergio PujolLos enigmas se resuelven, los misterios no. Los enigmas han alimentado las ficciones policiales desde aquel cuento de Poe, y siguen siendo el desafío de todo investigador público o privado. En cambio, los misterios son verdades de acceso denegado. Religiosos o paganos, los misterios valen por lo que no dicen, por aquello que demoran ad infinitum, en una economía de sentido tan estricta como indefinida. Para decirlo en los términos judiciales: los misterios son casos abiertos, pero con un aura especial.<br /><br />Algunos enigmas de nuestra historia reciente parecen rozar el dominio del misterio; están encubiertos, un poco más allá de las vías fácticas de acceso o sencillamente enterrados por la desidia o por una sensación de miedo heredada del pasado. Eso nos dice, casi a modo de conclusión de esta estupenda investigación, la única persona que podría aclarar, al menos en parte, el caso de Arroyo Dulce. A ella se acerca Hernán, nuestro Capote bonaerense, para terminar escuchando: “No puedo hablar. Sé que todavía me pueden venir a buscar. Los bichos andan sueltos…”<br /><br />Llevando la figura del autor ausente hasta un grado casi neutral, Hernán nos brinda en este, su primer libro, la crónica razonada de lo que conmovió la tranquilidad de Arroyo Dulce en julio y diciembre de 1971. ¿Qué tenemos aquí? Dos robos, dos escenas de una obra inconclusa. Varias pistas sueltas y una sospecha política. Un elenco de jóvenes en busca de la Historia y unos pocos testigos. También dos novelas –una de Dal Masetto, la otra de Piglia– que parecen haberse inspirado en Arroyo Dulce, aunque cualquier constatación cronológica lo desmentiría. Finalmente, tenemos un libro que narra los hechos y sus personificaciones con virtuosa precisión, para volver a ese punto de la provincia de Buenos Aires rico en materias primas, escaso en población y pródigo en un enigma de $ 10. 500.000, ó un poco menos.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-78828657250477099952010-06-16T10:58:00.001-03:002010-06-16T11:00:15.152-03:00"Palabras previas". Por Antonio Dal MasettoUn hecho banal y repetido como un robo a un banco -aún sangriento, o de mucha violencia- suele no ser, en general, noticia. No lo suficiente, al menos, para un libro entero. Menos aún en un pequeño pueblo ubicado en medio de la pampa húmeda, un ámbito despojado y a veces abúlico como es la llanura bonaerense.<br /><br />Claro que, en literatura, como sabemos, todo depende de cómo se lo cuente. <br /><br />Lo que refleja el trabajo de investigación detrás de “El caso Arroyo Dulce” es, entonces, una forma de contar algo tan sencillo como un robo a un banco, de modo que sea el espejo de la gran confusión propia de nuestro país.<br /><br />Hechos al borde de lo inverosímil. Personajes presuntamente sin importancia, anónimos y sin destino, que se vuelven representativos para que la historia cobre vida a través de ellos. Hombres de los cuales se ignora de dónde vienen o hacia dónde van; momentos donde todo se revuelve y enreda: la izquierda y la derecha, Montoneros y la Triple A, el peronismo y la delincuencia.<br /><br />Quién hizo qué cosa; qué cosa está de qué lado. El doble juego, el desconcierto, la falacia; el cambio de bando: hoy acá, mañana allá; la complejidad siempre agazapada detrás de la simpleza. <br /><br />Nadie sabe dónde está parado; nadie sabe adónde pertenece. La violencia está a la vuelta de la esquina. La pregunta de quién es ese tipo que está ahí, a veinte metros de nosotros, con el que convivimos indirectamente.<br /><br />En palabras de Julio Cortázar, la patria parece ser un lugar “donde todo se confunde y nada es menos cierto que su contrario”. <br /><br />Este libro es eso: la enorme confusión que fue y es este país. Convierte algo anónimo, banal y anodino, en acontecimiento. Y muestra cómo un hecho tan común y repetido como un robo a un banco, que no suele ser, en general, noticia, sin embargo, escarbando un poquito, lo es.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-64445301487785620232009-11-23T01:09:00.000-03:002009-11-23T01:10:06.463-03:00WilburLa historia podría comenzar con Wilbur corriendo por una calle de Tzvatzlava con una bolsa de heroína en los bolsillos. Hace frío. El cielo está encapotado. Mejor dicho: hace frío y el sol no se ve, entre los ojos agitados de Wilbur que bailotean al ritmo de su marcha por la calle empedrada y el sol que está lejos y claro, allá arriba en el cielo celeste, hay un cúmulo de nubes grises que no dejan que uno se vea con el otro. Están en dos mundos diferentes. El aire es fresco. Pero no fresco de temperatura, sino de pureza: es un aire casi virginal, poco más o menos nuevo.<br /><br />Adentro, los pulmones de Wilbur se cierran y abren como una caja fuerte llena de bolitas de vidrio. Las miles y miles de millones de células que componen su cuerpo se desmadran y vuelven a amarrarse a cada tranco, en cada posición, estrecha o dilatada, en que se encuentren las extremidades o el torso. No, la cabeza. La cabeza no. La torre calva, orejuda, plomiza, tersa y blanca que nace de sus hombros está viviendo hace siglos en un calambre: es un tierra transmitiendo en sintonía desactualizada.<br /><br />Wilbur ve el desierto y, más allá, el cuadro de marcos marrones y fondo celeste pendiendo del cielo. Hay una clave en el ojo que late. Una clave que también viene del pasado inflamable. Los colores se corren; hay una interferencia. El desierto regresa.<br /><br />Y ahora, y de repente, como si hubieran caído simultáneamente todas las persianas, Wilbur deja de ver. Ya no distingue ni la perspectiva de las casas bajas que se angostan ni la cadena montañosa allá en el fondo, acercándose; la calada del valle, su tersura amarronada. No ve los cuadros de cemento bajo sus pies ni el rostro en la ventana; no ve las imágenes moviéndose delante de sus ojos, a menos de un milímetro, escritas en jeroglíficos. <br /><br />Wilbur no ve nada. Corre. Hay ruidos alrededor. Podrían ser luces con sonido o un buque que brama al partir del puerto o el chicotazo de un elástico que se corta al estirarse. Puede ser cualquier cosa para Wilbur.<br /><br />En esa especie de tiempo suspendido, ese microsegundo en que Wilbur levanta una pierna para dar un paso, uno más de su carrera que por ahora no tiene ni destino ni fin claros, y mientras la otra pierna espera para pegar la estampida contra el piso chato, que sonará a lo que sonaría una manada de búfalos ardiendo bajo el sol de la sabana, en esa grieta espacio temporal que se estira en forma de curva cerrada, Wilbur siente que se desgrana como una mazorca seca, ennegrece aún más la noche; que de pronto se congela, se somete y cae de boca.<br /><br /><br /><br />La historia seguiría a la misma hora y bajo un puente, en otro lugar. Ni cerca ni lejos. Solamente otro lugar. Probablemente sea un chico el que está con una caña en la mano. Pongamos un chico de unos catorce años. Está recostado contra la barranca, que baja en lenta pendiente hasta el agua mansa del arroyo. La boya es naranja, la tanza muy fina, casi invisible; la caña, de junco engrasado. <br /><br />Hace minutos que no se mueve. Ni la boya ni el chico. La una, acariciada apenas por el lánguido vaivén del oleaje; el otro, sumergido de lleno en su descanso. <br /><br />El pasto verde que ondula en su boca es lo único que demuestra vida en ese metro y medio de carne, cartílago y hueso. Sopla una brisa apenas perceptible. Cantan tres pájaros, puede escucharlo el chico; cantan cuatro, siete, ocho, después; ya no puede escucharlos a todos. Entran voces, salen otras. Son variables de un coro polifónico de aves. <br /><br />El chico levanta el sombrero y aparecen, entonces, un par de cejas recortadas bajo la sombra de la frente, los ojos verde gema, la nariz semirrecta, los labios carnosos que humedecen la lengua. Contempla la boya mecerse. Después, la panorámica se abre, siempre quieta: el puente de concreto con sus vigas de metal, las líneas del cemento marcando el macizo. La panorámica se abre: más allá del oasis que son el arroyo y los árboles donde narran los pájaros, se abre el valle. Una concavidad abrupta de matices pardos que asemeja las piernas abiertas de una mujer inmaculada.<br /><br />El chico se detiene en la concavidad abierta. El chico piensa en Ludmila, una y otra vez piensa en Ludmila y, como no le alcanza, piensa en Yael. En Ludmila, primero, envuelta en un vestido suelto a cuadros, con tiradores, con la cintura abierta al aire libre, Ludmila con eso y con sus trenzas de monja descarriada. Ludmila, otra vez, con sus pies de ébano y sus manos de marfil, piensa el chico. <br /><br />La ve en las calles del pueblo, trepando los muros de los patios a la hora de las iguanas; siendo la sombra de un tragaluz, la progresión borrosa en la mirilla. La ve corriendo calle abajo, también, revolución inconmensurable de las motas de polvo a sus pies; la ve entre zarzas, viboreando furiosa entre las parras de las vides.<br /><br />Y como no le alcanza, el chico piensa en Yael. Su Caperucita preferida; las piernas descubiertas debajo de la pollera gris pinzada, barriendo con la vista el oasis de los árboles y el arroyo. <br /><br />Y entonces, el chico perfora los límites de la tela para dejar que todo quede en sus manos, que por primera vez en toda la tarde sus manos abandonen el mango de la caña, y lentamente, como quién se cae sin querer en el sueño, sus manos se dediquen a reconfigurar las imágenes de Ludmila, y las de Jael, y a transformarlas en materia líquida de su propia imaginación.<br /><br /><br /><br />De buscarle una extensión a la historia, podríamos hablar de Caperucita. En el supuesto caso de que haya que empezar hablando, y en ese caso, que haya que empezar hablando de algo, elijamos a Caperucita.<br /><br />Caperucita que camina con un séquito de músicos a las espaldas: once harpas, tres violas, un laúd. En su andar hay una entrega que tiene que ver con el ritmo coral de los instrumentos, con la síncopa rítmica y las variaciones. Como amparada por un velo de nube o de niebla, va camino de las sombras observando el agua - los licores, son licores - del cauce del arroyo antes de entregarse a él.<br /><br />Emerge y flota a centímetros del piso. <br /><br />Sale Caperucita de la pintura. Entra Wilbur.<br /><br />Como un signo de la convulsión, como si algo percutiera en su lóbulo frontal, Wilbur se da cuenta de que corre pero no avanza. No ve pero identifica: olores furiosos, aromas lilas. La chica es una proyección, se pierde en el desvarío, en la furia de cuarenta y seis mares que lo azotan y desdoblan. Puede ver el sendero a un lado, en uno de los márgenes (todas las cosas son márgenes) del puente. Puede verlo como a la Manzana Dorada del Paraíso sin Eva ni Víbora. Todo para él. Nada, pero todo para él.<br /><br />Caperucita ha quedado atrás, a un costado.<br /><br />Caperucita ve ahora al hombre de tres ojos y cabeza rapada correr y caer por la pendiente. Detrás de él van once carniceros vestidos de azul con alas negras de metal en las manos.<br /><br />Caperucita oirá los ruidos y el eco de los ruidos, seco, estirado, decisivo.<br /><br />Y no sabrá nada de quien, allá abajo, piensa en ella y se irá niño; no sabe que venía a verlo. A quedarse con el recuerdo de un líquido al lado de otro líquido. A redimirlo, a saturarlo de luz hasta que se quede ciego.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-74946672885294004222009-11-23T01:06:00.003-03:002009-11-23T01:08:21.197-03:00El PulquiLa historia solía contarla mi abuela, en las tardes de verano a orillas de la sombra de su árbol preferido. A ella le había llegado a través de una alemana que conoció en Tucumán, en las épocas en que mi abuelo era peón golondrina. Mi abuela había pasado los 80 ya, y el alzheimer la venía azotando hacía años. A veces divagaba, y uno no sabía si las historias que contaba habían sucedido o eran producto de su variable y a la vez constante invención.<br /><br />Sucedió en el Chaco, en lo que algunos llaman “el impenetrable”, en campos que habían sido de La Forestal y guardaban los secretos y tristezas que deja la sangre del hombre explotado por el hombre.<br /><br />El rancho estaba en medio del monte. Era de dos ambientes - comedor y habitación - con piso de tierra y paredes de barro. El hogar a leña estaba junto al marco del umbral que comunicaba las dos piezas, lo suficientemente lejos para no derretirlo y lo apropiadamente cerca de la puerta al patio para poder airear el rancho. En el comedor, además de la cocina a leña, estaban el aparador, la foto y el trigo de San Cayetano, la Cruz de madera, los rebenques, la escopeta colgada. Para llegar hasta el baño había que salir a la galería cubierta, que daba al norte, y rodear la pared que miraba al este. Al otro lado, mirando hacia el poniente, estaba la ventana de la habitación.<br /><br />Ahí vivían Ana y Oscar. Se habían casado hacía poco menos de tres años, después de un arduo y complejo tiempo de noviazgo. Las estancias en las que ambos vivieron antes de casarse, trabajando como peones (él capataz, ella hija ilegítima y no reconocida de un hacendado) estaban a más de treinta leguas de distancia, lo que hacía que los encuentros se volvieran espaciados e incompletos. Habían conseguido el rancho por el favor de un tío de Ana. Lo acondicionaron dentro de las posibilidades y se mudaron la misma noche del casamiento, horas después de la fiesta en el Club Social y Deportivo La Rivera. <br /><br />Los problemas comenzaron a los pocos meses, nomás, cuando descubrieron que no podían concebir hijos. Las creencias en gualichos, magias negras y luces malas habían quedado atrás, en las generaciones pasadas, pero ambos creyeron igual que algo de oculto había en aquella imposibilidad. El hospital más cercano estaba en Villa Arroyo, a más de ocho leguas al norte por el camino real, y no era de fácil llegada para ellos que estaban escasos de plata y tiempo y transporte.<br /><br />Así pasaron los primeros meses, sin conocer tampoco si era ella o él quien estaba incapacitado para la procreación, y por esas cosas del hombre no tardaron en conseguirse un perro, al que sin preámbulos llamaron Pulqui. Era una cruza de ovejero belga con una raza indefinible que usaban los lugareños para defender la hacienda y cazar chanchos jabalíes en el monte. Se los regaló Don Julio Iñíguez, que vivía ahí nomás, a la salida del pueblo. <br /><br />El Pulqui se fue adueñando de cada uno de los rincones del rancho y adoptando las costumbres de sus dueños. En invierno dormía al pié del hogar a leña; por la mañana, salía con Oscar a arrear el ganado y después lo acompañaba hasta el arroyo, donde se daba sus buenos baños de la tarde, volviendo incluso con alguna presa entre los dientes. No había visita (amigo, pariente o desconocido) que no fuera recibido por el Pulqui en el cruce del camino.<br /><br />Un día de marzo Ana sintió algo raro en el cuerpo. Le salió un sarpullido en la cara, estaba como más cansada. Tenía el período atrasado una semana y días atrás había tenido náuseas y algunos esporádicos retorcijones. <br /><br />El primero en darse cuenta fue el perro. Mejor dicho, ellos se dieron cuenta gracias al Pulqui. De un día para el otro empezó a dormir a los pies de la cama. Esas noches en que Ana anduvo descompuesta, se iba hasta el patio y aullaba desde la galería, con el cuello estirado, como contándoselo a la luna, y no había lugar al que ella fuera que el Pulqui no la siguiera. Con todas esas señales, no había dudas: Ana estaba embarazada.<br /><br />“Es ese sexto sentido, como una intuición, que tienen. Cosas de ellos que solamente ellos saben”, dijo Oscar en voz alta una noche. Y ahí mismo abrieron una botella de patero para festejar, y se bebieron juntos un buen par de tragos, y se fueron a la cama para seguir festejando.<br /><br />Así como llegan las alimañas del monte, sigiloso, en silencio, llegó Ramirito al mundo. Casi sin trabajo de parto lo tuvo Ana. Nació el 19 de octubre, un día en que caía una lluvia endiablada, como traída de los pelos por el propio maligno. Se asustaron un poco al principio cuando no lloraba, pero Doña Mirta, la partera, hizo lo suyo y el chico dio su primer llanto. Y ahí nomás volvieron los festejos. <br /><br />La vuelta hacia el rancho con Ramirito en brazos fue como la procesión hacia un milagro. Al salir, habían dejado al Pulqui atado a un árbol, que los miró irse con una tristeza como si en los ojos se estuvieran cavando fosas, y al verlos volver movió la cola, esperó después, sentado, a que lo desataran, y fue derecho al bebé, a olfatearlo una y otra vez hasta echarse al lado de la cuna. No hubo forma de que pasara una noche más, de ahí hasta el fin de las cosas, sin que el perro durmiera en la pieza.<br /><br />Una tardecita volvían Ana y Oscar de la quinta (traían chauchas, un morrón, cebolla de verdeo) cuando lo vieron salir al Pulqui de la pieza con las mandíbulas llenas de sangre. Un pavor sin palabras les asaltó el cuerpo. Se frenaron en seco, se miraron; dudaron y - sin querer - asintieron con los ojos, siempre quietos. En un arranque inesperado, Oscar fue hasta el aparador, agarró la escopeta y sin mediar palabra le metió dos tiros al Pulqui, ahí mismo, en el umbral de la puerta. Se quedaron viendo el cuerpo inmóvil, en el que se mezclaban dos sangres diferentes. Ahora el milagro era duelo. Ninguno de los dos se animaba a entrar a la habitación. De repente, oyeron gemir a Ramirito. De un arrebato, Oscar le agarró la mano a Ana y entraron juntos, de un tranco.<br /><br />A los pies de la cuna, muerta, desangrándose, había una boa de casi cuatro metros.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-30746196566567426612009-11-22T11:33:00.001-03:002009-11-22T11:34:21.770-03:00La habitación abiertaVoy por la segunda cuadra cuando me cruzo con dos chicos que sé que son del barrio. A uno no lo conozco; el otro es el más chico de Bety, la mina que cosía para tía Elvira. Están jugando. O parece, no se sabe si están jugando o tomándole el pelo a la gente, los pendejos. El hijo de Bety es medio turulo; no tiene todos los jugadores. Va corriendo adelante del otro, que lleva una rama finita en la mano como si fuera un cuchillo, y le grita “¡soy Pedro, si te hacés el loco te mato y te entierro abajo de la cama!”. Los muy pendejos.<br /><br />A pesar de todo, prefiero bancarme eso y mucho más, pero llegar caminando. Prefiero venir solo, en colectivo. Caminarme las ocho cuadras por la calle de tierra desde la parada del bondi hasta casa. Es como que te despegás de todo. Colgarme un rato ahí, donde termina el 61, a comer un sanguchito y tomarse unos vinos o un par de fernet con los colectiveros. A veces alguno invita. <br /><br />En un momento, en el bar, aluciné que me iban a mirar con cara rara, como diciendo “¿qué hiciste, boludo?”, o “¿por qué no te callás la boca y te dejás de joder?”, cosas por el estilo. Ya se sabe cómo son los colectiveros, así de jetones, tipos duros, que no transan, por andar arriba de esas máquinas infernales chocándose todo el día con tipos tan o más hijos de puta que ellos. Pero eso de alucinar que hablaban de mí era bardo mío, nomás. Ni siquiera se dieron cuenta de la cadenita del Cristo en el pecho.<br /><br />Lo bueno es que no llovió, así no hay barro. No tengo ganas de bañarme esta noche. Lo único que quiero es dormir. Hace días que no puedo tener una noche como la gente. Si el abuelo estuviera acá sería distinto. El abuelo... Pobre, pensar que se la pasaba laburando, se levantaba todo los días cinco y media para ir a laburar con esos garcas del congreso y volvía a la noche, hecho pedazo pero con unos cuantos cobres en el bolsillo. Aunque, la verdad, con ser laburador no ganas nada. Podés ser un laburador y un reverendo hijo de mil putas al mismo tiempo. No tiene nada que ver. Pero mi abuelo no era un reverendo hijo de puta, eso seguro. Para forro basta con Beto. Me tomo un bondi, viajo una hora y media, me voy hasta la otra punta del mundo, me como el garrón de tener que ver a cincuenta giles vestidos de boluditos, todos así de iguales y prolijos, con ese corte de milico a lo piojoso reventado, para que el forro de Beto me diga que me equivoqué, que para qué mierda boquié, que porqué no me callé la boca.<br /><br />-Por que es “preciso” -le dije, antes de irme, aguantándomelas bien aguantadas, con los ojos que se me salían de la cara-. Porque es como si lo estuviera viendo ahora, todavía.<br /><br />El tonto fui yo, que me fui hasta allá. Tendría que haberlo hecho por la mía y chau. A otra cosa. Él, que se quede con su novia en Caraza. Yo vuelvo a casa. Lo saludo al Bobby, pobrecito, atado ahí en la puerta hace no sé cuánto. Antes era más manso, callado, y de un día para el otro, como si lo hubiera sabido, se puso como loco el Bobby, ladrador, histérico. Pobre bicho, en cuanto pase esto lo suelto y que haga la que le pinte.<br /><br />Cruzo el tejido y me quedo viendo el cielo. Franjas de colores, que son como rayos estacionados, van haciendo desaparecer el celeste. Qué bueno que el tiempo esté así y que no llueva... Después me cuelgo con la construcción de arriba, por la mitad, sin techo. Todo muy inconcluso. Qué distintas son las paredes de abajo, tan blancas, recién pintadas. Para que quede mejor tendría que sacar los escombros, limpiar un poco el patio y tirar al carajo el esqueleto del Renault, que para lo único que sirve es para que se me meta en la cabeza el número de la patente: C-285616, que me la sé de memoria de tanto verla quieta.<br /><br />Justo que estoy por entrar aparece García. Es el viejo más hincha pelotas que yo haya visto en mi vida. El vecino más hincha pelotas de todo el mundo.<br /><br />-No se preocupe -me dice. No tengo ni la más puta idea de lo que me habla. O sí. Por eso. En realidad, lo que diga García me importa un bledo. -¿Está bebido usted? Se lo ve mal... –Bárbaro, estoy. Viejo idiota. No sabe nada. Ni yerba fumé hoy. Menos pompa, García. Andá a cobrar la jubilación y dejate de joder.<br /><br />Entro a casa. No sé qué hacer. No estoy seguro, no me quiero perseguir, pero me parece que alguien le dijo algo. No puede ser que justo ahora no esté. Se rajó, es obvio, me doy cuenta porque en la cocina está todo revuelto, las cosas tiradas por el piso. <br /><br />Voy hasta la pieza. Me las voy a tener que ver con el montón de tierra, la pala al lado de la cama, el olor, todo eso. Ya sé, no me tengo que hacerme mala sangre. Es como un recuerdo quieto, que se queda. Como los huesos. <br /><br />Estoy en eso cuando se empiezan a escuchar las sirenas. “¡Es por acá, es por acá, rápido!”, oigo que grita uno. Les parece que son SWAT o qué. Encima, vienen al pedo, porque no está. Me acerco y miro por la ventana. Uno se resbala en la cuneta y queda de culo en el barro. Un gordo grandote lo ayuda a levantarse. Eso les pasa por pelotudos, por hijos de puta. Tengo ganas de cagarme de risa, pero no me sale.<br /><br />Dejo de mirar por la ventana. Vuelvo y abro el armario .La ropa no está. Se la llevó él, seguro.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-27538810480152130412009-11-22T11:31:00.001-03:002009-11-22T11:32:42.109-03:00Protesilao<strong>Noche</strong><br /><br />A veces creo que soy una carta sin remitente, un chiste mal contado. Viene un rostro, otro rostro que no es el mío, un espejo, a mostrarme una figura borrosa, mal delineada. Cuando me trajeron aquí me acordé de Bernhard. Es extraño. Hay tantos recuerdos en mi cabeza que me sorprende hallar alguno. Recordé la sala de morir donde todo cuerpo que se posaba sobre una cama recibía la extremaunción. ¿Yo me iré de aquí siendo santificado? Cómo decirles que no soy Cristo pero que podría serlo. El vidrio de la ventana que da al jardín está astillado, tiene incrustadas calcomanías de Y.P.F., Disney, Casa de comidas La Góndola, una imprenta que ya cayó en bancarrota. Los enfermeros son como esas sábanas que se dedican a cambiar. Los enfermeros son peores que nosotros, son émulos malolientes de fantasmas estúpidos. Vienen a verme y les sorprende que tenga pies en las manos, hongos detrás de las orejas, un lunar en un territorio poco estético de mi cuerpo. Del pecho me cuelga un cartel que dice noventa centavos. Un libro bajo el brazo, una herida en la rodilla de cuando me caí en la bicicleta a los ocho años. Mi miembro a veces está erecto, me masturbo antes de entrar a bañarme y no me importa que me vean los demás internos, sueño pero nunca recuerdo lo que sueño (quizá porque escondí un elefante budú en la cajita musical que me regaló una tía que ya ha fallecido). Por el pasillo que viene desde la calle y va directamente a la morgue pasa un enfermero, lleva en su espalda algo escrito y no alcanzo a leerlo. ¿Debo decir que fue mi madre quien me depositó en este sótano? Mi madre es ninfómana, asexual, hermafrodita, no recuerdo. Tengo muchos recuerdos. Mi madre me azotaba de niño con el cable del televisor y luego se ponía a ver la telenovela. Mi madre me parió de un huevo. Yo soy el único humano ovíparo. Y me quedó este cascarón enajenado, pestilente, siempre pronto a romperse en quinientos pedazos. ¿Cómo? “Quinientos miligramos” dice el enfermero del turno noche. “Pegále quinientos miligramos”, y un surco se abre en mi cuerpo, desde una grieta anal algo recorre mi espasmódica carne, llega al cerebro, y mis recuerdos se adormecen como cuando mamá cantaba el arroz con leche.<br /><br /><strong>Mañana</strong><br /><br />El sol me da en la cara. No soporto que el sol que entra por la ventana me dé en la cara. El sol es fresco, claro, matinal. ¿Quién recordará lo que he pensado yo hasta llegar aquí? Me clavo la aguja en el dedo mientras coso sentado en la cama mi pulóver preferido. Mi pulóver preferido tiene muchos años. Luego me abrazo a la almohada, la almohada es lo único que tengo además de mi pulóver preferido. Anoche hice tres veces el amor con mi almohada, sólo porque no estaba mi madre, sino se lo hubiera pedido a ella. (Otro rostro se enchastra, se empalaga, se achicharra. Boca es la mitad más uno, yo soy uno menos la mitad). Me siento al zapping de la memoria: un tren que pasa bramando, los zapatos que me dejó vacíos Papá Noel en mi primer cumpleaños (nací un veinticinco de diciembre y no soy Cristo), una toalla mojada, un juez corrupto. ¿Adónde van a morir los elefantes? ¿Qué hacer con nuestros molinos de viento personales? Curvas que se chocan: toca acá - le digo al enfermero -, mirá mi rostro, mi pelo arremolinado a causa de la almohada cubierta de semen. ¿Qué pasa cuando todos somos vacas que van al matadero? ¿Y qué diferencia hay entre que nos juzgue un judío y nos idolatre un hindú? Ahora debo remitirme a mis silencios: recuerdo - otra vez - cuando era chico, mi madre me vestía de sábado y yo iba a la esquina a jugar con los chicos del barrio, vecinos vestidos de lunes a viernes, y yo no resistía y me embarraba todo, y al volver a casa era azotado y enviado en penitencia a sentarme al baño, donde allí en la soledad me sentía un chico de lunes a sábado. Punto. Estoy hablando desde la alcantarilla, este lugar también es el subsuelo. A mis espaldas ha quedado un jardín rico en raíces muertas. Camine hacia donde camine siempre tendré el Oeste en mi hombro izquierdo. De repente tengo ganas de ir al baño. Como hoy me he portado bien le pido permiso al enfermero de guardia y me deja ir. Termino de limpiarme con el papel higiénico donde escribí mi trilogía novelística y miro el inodoro, veo que en lugar de mierda hay ronchas. ¿Dónde están los mosquitos, entonces? Deberé utilizar mi mano, la mano, esa mano mía en las vísceras. ¿Hay muchas preguntas aquí? ¿Se han puesto a pensar en lo bonita que es la forma de los signos de pregunta? Parecen la sonrisa vertical de una mujer desnuda. A mí me basta estirar el cuello, cerrar los ojos, abrir las fosas nasales, inspirar hondo el olor a internado que parece ir convirtiéndose en desecho humano, en fetidez. Hoy mi madre vino a visitarme. Estuvo solo un minuto. Llegó hasta mi cama, que tenía las sábanas recién cambiadas, y dijo mi nombre. Yo abrí los ojos. Al ver ella que yo estaba vivo dio media vuelta y se fue.<br /><br /><strong>Tarde</strong><br /><br />Hoy por la mañana, ya tarde, trajeron el desayuno. La mujer que me lo trajo era parecida a mamá, yo se lo dije y ella me miró de reojo y se fue sin contestarme. Creo que nunca saldré de aquí y eso me divierte. “¡Soy Cristo!” grito, y el de la cama de al lado me dice que miento, porque él atestigua ser el Diablo y si yo fuese Cristo él me hubiese reconocido. Me hubiese asesinado o hubiéramos terminado dividiéndonos los territorios. Eso dice él. Quise averiguar si los recuerdos tenían personería jurídica. Un guardapolvo manchado de tinta (pueden borrarse las letras, las tintas, pero quedan la mancha, el lenguaje), mi perra despertándome en la madrugada, levantándome al baño, ver la bruja surgir desde una ventana. Me pregunto si el cartel llegará definitivamente a un peso. “Quejoso” me dice el Diablo, se levanta de su cama y viene hacia mí, se ríe de que yo haya nacido un veinticinco de diciembre y no pueda ser Cristo. “Quejoso” me dice. “Qué me importa” le digo, lo escupo. Se vuelve enojado a su cama, pero me doy cuenta de que he cometido un error. Al Diablo no se lo escupe. Estoy en eso cuando otra vez aparece ese olor a gasa infectada, a azufre, a cloroformo, a alcantarilla. El Diablo tose. “No tosas” le digo. “Cof cof cof” me contesta. Alzo los ojos y veo el juego de sombras y luces que forman las rejas de la ventana. Eso me recuerda a aquella vez que me tiré debajo de un taxi. El taxista enojado se bajó del taxi y vino a preguntarme si yo estaba loco, si no era consciente de que él estaba trabajando para darle de comer a su esposa y a su hijo. ¿Pero el taxista no se dio cuenta de que yo era su hijo? ¿No recordaba que nos había abandonado a mamá y a mí para irse por ahí con su taxi, a procrear por ahí, a coger hasta cansarse los sábados a la hora de la siesta? Acabo con el almuerzo, ya tarde. Me gusta triturar los huesitos, pensar que este pollo estuvo vivo alguna vez. El pollo era igual que yo, ambos prescindimos de placenta. Seguramente ahora mi madre vendrá a visitarme. Cuando lo haga, le pediré que vuelva al mundo y haga algunas compras para mí.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-40424963622000117842009-11-22T11:28:00.000-03:002009-11-22T11:29:23.238-03:00Las primeras gotasIrene: mañana llueve, acordáte que mañana. Mirá cómo está el cielo, es imposible que no llueva y encima con la humedad que hay. No, Irene, seguro que de mañana no pasa; además, hace falta agua, te das cuentas en los animales y en las flores. Por ejemplo: al Boby no le dura el agua en el tacho; hoy, sin ir más lejos, se lo llené dos veces. Al malvón lo regué un poquito, no mucho, viste, porque ya tenía humedad y no quería inundarlo al pobrecito, está tan lindo, tan primaveral con olor a tango. Y a las rosas del frente también, le mandé regadera a lo pavote, a ellas les hace bien el agua; al último le echaba desde arriba, pobres mijitas con este calor; eso sí: con cuidado, para no deshojar las flores. Están abiertos esos rosales como no te imaginás. Irene: con este calor, de hoy no pasa. También... con el ataque de reuma que tengo como para que no llueva. Vos sabés, es fija, cuando a mí me duele la rodilla es señal de aguacero. Si apenas me puedo parar. Y para completarla, las hormigas negras. Hace un rato, cuando fui al gallinero a ver si había algún huevo... vos sabés, no sé qué tiene ese gallo, pero no cumple, no cumple, Irene, no sé qué es lo que le pasa, son tres ponedoras con alimento y todo y pusieron nada más que cuatro o cinco en la semana... te decía que cuando fui al gallinero vi, al costadito, entre las plantas que regué y el tapial... a ese tapial hay que pintarlo, Irene, recordáme que lo pinte... vi, al costadito, te decía, toda la fila de hormigas. Y de las negras. Les eché veneno a lo loco. Mirá, si no revientan hoy, revientan mañana entre el veneno y la lluvia... Porque va a llover, Irene; acordáte lo que yo te digo, mañana llueve. Vieja, ¿sabés qué?, me voy a preparar el matecito; decime si no está para el mate con unos bizcochitos, eh?... Yo lo preparo, no te preocupes, yo lo preparo. ¡¿Ves?! Ahí está, los primeros relámpagos, allá abajo ya está armada la tormenta. ¡También!... con este calor, como para que no. Era clavado. Cuando a mí me duele la rodilla y salen las hormigas... Y es raro que el Boby todavía no le haya empezado a ladrar al cielo; porque el Boby será calladito, y hasta medio tonto si se quiere, pero que es guardián, es guardián. Tomáte otro mate, vieja, tomá. Che, pero qué barbaridad, todavía no puedo creer lo que me contó Angelita; divorciarse después de treinta años de casados. Cada uno tiene su porqué... Por eso, viejita, yo siempre para usted, porque mujer hay una sola, vieja, y yo la encontré a usted y no me voy a separar hasta que... ¡¿Vés?! Cuando Ramiro dice que va a llover, hay que ir abriendo el paraguas. Ahí tenés, las primeras gotas. Esperá, esperá, al mate lo llevo yo después; vamos adentro que se va a mojar, usted; deje, deje que yo le empujo la silla. Vamos adentro, vieja, vamos que a usted no le hace nada bien mojarse.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-32776083221683294872009-11-19T14:29:00.001-03:002009-11-19T14:31:43.559-03:00Los hechos - DiciembreCuatro meses y medio después. Amanece cerca de Tacuarí, una estación de ferrocarril apenas poblada. Alguien vestido de policía le pide a Ernesto Lladós que lleve a un hombre herido hasta el pueblo. Lladós se ofrece a hacerlo y los sube a la camioneta. A los pocos metros le sale el cruce un Fairlane y le secuestran su camioneta Chevrolet. Son las 7.30 cuando ambos vehículos entran a la localidad de Arroyo Dulce. Se dirigen al Destacamento de Policía. Llevan un winchester, una metralleta y pistolas. El que se hace pasar por herido y el que va vestido de policía entran al destacamento, sorprenden y desarman al Cabo Armando de los Santos y lo llevan hasta el auto. Desde su casa particular, lindante con el destacamento, el oficial Bianchi intenta protegerse y allí comienza la balacera. La gente cree que los asaltantes ya han tomado la comisaría, pues el que va vestido de policía dispara desde la calle, cuerpo a tierra. La confusión se suma a la pólvora. Bianchi hace guarecer a su mujer y sus hijas debajo de una cama, toma la posta de la respuesta. Sabe que lo que sucede es parecido a lo de la otra vez y su forma de quitarse la duda es hacer fuego. Uno de los asaltantes resulta herido. Simultáneamente, una parte del grupo se dirige al Banco Rural, llevándose a De los Santos como prisionero. Entran, piden el dinero, “no como la última vez”, encierran a los empleados y escapan con el botín. En el Ford Fairlane regresan al destacamento, donde levantan al resto de la banda. Arrojan una bomba incendiaria y sueltan una larga ráfaga de metralla. La sala de la comisaría queda cubierta de humo de pólvora; las paredes, mechadas por las balas. Huyen del pueblo con De los Santos como rehén. A unos 12 kilómetros cambian de auto: secuestran un Peugeot color blanco, propiedad de Alberto Duhau. En el interior del Fairlane –robado en Vicente López unos días antes- que dejan abandonado con el parabrisas roto, hay manchas de sangre, mapas, cigarrillos, analgésicos, anteojos oscuros, una máquina de escribir. Más adelante, el Peugeot funde el motor y lo cambian por una Pick-up Ford F100, perteneciente al señor Casquero. En el camino cortan las líneas telefónicas para abortar todo contacto con Salto. Toman el camino de tierra que bordea el Molino Quemado, rumbo a Rojas. Bajan a los rehenes y desaparecen.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-7040796234763925592009-11-19T14:28:00.000-03:002009-11-19T14:29:11.274-03:00Los hechos - JulioMediodía templado de invierno. Dos jóvenes, bien vestidos, llegan en un Torino al Destacamento Policial de la localidad de Arroyo Dulce, ubicado sobre la calle Gowland, a menos de una cuadra de los terrenos de la estación del ferrocarril. Logran sorprender y secuestrar al oficial a cargo Bianchi y se lo llevan como rehén. Son las 13.25 cuando entran al Banco de Crédito Rural. El oficial de custodia atina a usar su arma, pero sabe que es mejor replegarse. Al grito de “esto es un asalto”, los atracadores le piden al cajero, Osvaldo Colel, que abra el tesoro. Los desconocidos toman el dinero, encierran a empleados, clientes y personal de seguridad en el archivo y salen a la calle. En total suman diez minutos de acción. Con una pistola 45 disparan a las gomas de un Torino, un Falcon, una Fiat multicarga para evitar que los persigan. Como tomándose un tiempo dentro de la línea de vértigo, detienen el colectivo de la empresa de transporte de pasajeros El Águila, que hace el trayecto Pergamino-Salto, suben y le quitan la llave de contacto. Revisan al pasaje, no roban nada: sólo constatan que ninguno lleve armas. Suben a un auto y escapan por caminos de tierra. A unos pocos kilómetros -cerca del paraje El Crisol- abandonan el auto y huyen en avión. Horas después, en el banco se realiza el arqueo de caja: la suma sustraída apenas supera el millón y medio pesos viejos, cifra muy inferior a la que se guardaba en otras oficinas del banco. Erróneamente, las primeras noticias difundidas por algunos medios de comunicación arriesgan una cantidad cercana a los 10 millones. Un hecho entre insólito y grotesco se produce sobre el final del día: policías abocados a la tarea de seguir el rastro de los ladrones se equivocan y tirotean otro avión, en el que viaja el Comisario de San Pedro, David Tabet, sin dar en el blanco. El detalle: diez días antes, el diario La Opinión de Pergamino, en su edición del 9 de julio y a través de versiones off the record, manejaba la posibilidad de que “podría intentarse el copamiento de una localidad de la zona, con el propósito de efectivizar un golpe tipo comando”.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-31828216659728811352009-11-19T14:26:00.005-03:002009-11-22T11:30:17.529-03:00EsperaHace meses que veo a ese hombre sentado en ese banco. Repite su rutina a diario: llega, saluda con un golpe de ala en el sombrero, pide té y se sienta. El banco es de madera, a listones horizontales, pintado de un marrón caoba. El hombre cuelga el sombrero en uno de los extremos de uno de los listones. Recibe el té y lo bebe a sorbos lentos, tal vez por su temperatura, tal vez por costumbre. Al terminarlo, se incorpora, cruza el pasillo y lleva la taza sucia hasta la cocina. Luego, vuelve a su banco. Vale aclarar: el banco en el que sienta el hombre está ubicado en uno de los pasillos laterales del Palacio. A él se llega desde la recepción, tomando a la izquierda, y conduce a una serie de oficinas ubicadas a ambos lados del pasillo. La última de la derecha corresponde a Habilitaciones de Carruajes; la inmediata, es de Atención al Personal; la siguiente, Administración Legal. A la izquierda se ubican, sucesivamente, la Contaduría, la Sala de Primeros Auxilios, los baños y la cocina. La habitación del fondo permanece continuamente cerrada. Nadie, o muy pocos, saben qué hay ahí. Las paredes del pasillo (altas, en parte descascaradas) van pintadas de un blanco crema, con baldosas de piedra al tono y aberturas en madera tallada. Eso es lo que ve el hombre a diario, desde que llega, a las seis de la mañana, hasta que se retira, pasado el mediodía. Luego de su té, saca del morral sus libros, sus cuadernos de apuntes, y se dispone a leer. Para eso se coloca unos extraños anteojos, sin marcos, de vidrios redondos y poco aumento. A medida que lee, va tomando apuntes en alguno de sus cuadernos. Tiene uno de tapas grises, otro de tapas azules, y un tercero más pequeño, forrado en rojo. Seguramente el color determinará el tipo de apuntes. Las lecturas, de lo más variadas (he podido vislumbrar algunos de los libros cada vez que circulo por el pasillo camino del baño o la cocina) van desde tratados de teología a diarios de viajeros durante la conquista española, de crónicas de la inquisición a narraciones sobre la campaña del desierto o tratados políticos. Pocas veces lee novelas. Así pasa las mañanas el hombre. Es flaco y desgarbado. Tendrá unos sesenta años. Usa barba y tiene el pelo entrado en canas. Una joroba comienza a asomarle en la espalda. Los ojos son de un marrón castaño y las manos huesudas. Lleva siempre el mismo traje gris, camisa blanca sin corbata, zapatos negros. A veces se incorpora, va hasta el baño y vuelve con el pelo húmedo, producto del calor, o pide atención en la Sala de Primeros Auxilios. Debe ser algún mal menor. No lo he visto faltar ni un solo día en estos meses, así que, intuyo, ningún enfermedad grave lo afecta. Tampoco habla mucho con la gente. Ni con los empleados ni con aquellos que vienen por los trámites. En general, no habla; lee y no habla. Sólo una vez lo he visto llegarse hasta la Sala Principal del Palacio (mi oficina es contigua a esa), anunciarse y pedir audiencia. Luego, nunca más pasó por ahí. Yo, por eso, cada mañana, busco un pretexto (llevar papeles, ir al baño o a la cocina, como dije) para cruzar la antesala, la recepción, y entrar en el pasillo para verlo. Cada mañana. Seguramente, el lunes, al volver del fin de semana, lo encuentre sentado en su banco del pasillo, la taza de té a un lado, la mirada fija en sus libros y sus cuadernos.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-29239171859193758622009-11-19T14:26:00.003-03:002009-11-19T14:27:40.630-03:00Estallido de luzLo primero que vio fue oscuridad. Con estupor, con extrañeza, comprobó que estaba despojado de ropas. Se puso de pie. Avanzó, los brazos hacia delante, como si fueran aspas quietas, lentos tentáculos. Varios aleteos después no llegó a palpar cosa alguna. Por eso, o porque no lo había, un inédito sentido de la percepción le indicó la sala estaba vacía. Silencio. Oscuridad, nada. Y las paredes (o lo que fuera que delimitara ese lugar) a una distancia que no podía precisar. Quieto, el cuerpo levemente inclinado hacia delante como quien oye signos del futuro, esperó. Esperó. Un lapso impreciso, incontable. De un momento a otro, un ángulo de la sala se ajó en una línea vertical de luz, como si alguien que no estuviera allí se dedicara a trazarla con precisión geométrica. El hombre, despojado de su ropa, aún inmóvil, izó un pie y estuvo a punto de dar un paso. El movimiento fue simultáneo a la apertura de la línea de luz, y eso le bastó a su sentido de la percepción para comunicarle que, en una ráfaga, las paredes desaparecían y con ellas el todo, la oscuridad y su facultad de ver y no ver.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-64144297175914892062009-11-19T14:25:00.001-03:002009-11-19T14:25:51.442-03:00El papelEl hombre, junto a la ventanilla, lee un papel que sostiene con firmeza entre sus dedos. En la incerteza de la relectura está cuando una ráfaga de aire caliente le arrebata de las manos el papel. El hombre, pleno de estupor, alcanza a tener una última imagen: el papel que corre hacia atrás, sostenido en el aire con la liviandad de una pluma. Un segundo hombre aguarda en el paso a nivel que la formación termine de pasar. Las manos empuñando las manijas del carro, la cabeza gacha, entre los rieles ve caer un papel de cara al cielo. Se inclina y lo recoge. En la oscuridad le cuesta descifrar lo que dice; las letras se apelotonan en las líneas; son pocas, inclinadas. Llevan una firma. El hombre empuña nuevamente las manijas del carro y sube el terraplén. Cruza la avenida y, sobre una ventana con rejas, abandona el papel. Dos minutos después, el paso apresurado, un manojo de llaves tintineando en la mano, la mujer llega hasta la puerta de su casa y ve el papel detrás de la reja. Está a punto de hacerlo un bollo, pero se arrepiente. Casi con desgano lo lee mientras abre la puerta y avanza por el corredor. Esas palabras escritas por un desconocido son la señal de algo que debió haber comprendido y hecho hace ya mucho tiempo. En el comedor están su suegro, su esposo, su hijo, sentados a la mesa frente al televisor. -Esto así no puede seguir -dice la mujer-. El abuelo ya no puede vivir con nosotros en casa.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-54771413006072710622009-11-19T14:24:00.000-03:002009-11-19T14:25:25.528-03:00Las lechuzasAfuera están Gracia y la menor, Dolores. <br /><br />Entre el cobertizo de chapas y el olor a tierra mojada. No es nada nuevo, como todo lo compuesto por varias magias. <br /><br />Gracia y la menor, Dolores (faltan Alba, Cándida) alzan las plumas. Una rasca la oreja de la otra. La otra mella sus uñas. Las baña la resolana. <br /><br />Reparan seguramente en el año en que nacieron. En los ciclos. Las lunas. La lluvia invisible que ven. En el agua anegándolo. <br /><br />Como si el campo les fuera mar verde y greda, ven venir la yegua en lontananza. El aire se cuece con la humedad. Gracia, Dolores, se asoman por la ventana. <br /><br />Adentro, las teclas, amagan competir con el repiqueteo en el techo de paja. Una brisa, un susurro de la sudestada. <br /><br />Arremangados los pantalones y de pronto, todos los animales comienzan a entrar al rancho. Uno a uno pero en manada. <br /><br />El gato (solo entre tantos) deja la huella en el piso del rancho que rápidamente son borradas por la vertiente. Uno entre tantos de la manada. <br /><br />Y detrás Gracia y la menor, Dolores, pero no hablan. Lo dicen todo cuanto lo callan; está todo el aura entre sus ojeras y sus párpados. Apenas se oyen el repiqueteo y el trote. Lo saben Gracia, Dolores - y aunque no estén - Alba, Cándida. <br /><br />Pasan. La máquina para.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-45362677421478281832009-11-19T14:23:00.000-03:002009-11-19T14:24:39.670-03:00SalvaciónPutos todos, escupe Pablo. Puto el que vende estampitas. Puto el diputado Pérez Piatti. Puta la vieja ponzoñosa de la despensa. Putos los pelados, puta policía. Puto el paco. Y más puta mi prima, que se fue con Pedro cuando sabía lo emperrado que estaba yo con ella. Le hubiera puesto el paraíso a los pies si me lo pedía. Bien empajado que lo tiene al pendejo ese. Por mí se pueden todos a la puta madre que los re parió. Putos todos, piensa Pablo. Y se pega un tiro.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4225665408010644071.post-21504434877745228642008-08-26T11:11:00.002-03:002009-11-18T09:04:14.596-03:00RECURSOS DE PROVINCIADos errores (uno editorial, el otro de cita) concurren para generar el título de este volumen de cuentos.<br /><br />El primero de ellos tiene que ver con “Prólogos con un prólogo de prólogos”, de Jorge Luis Borges, en la versión de Alianza Editorial (España, 1998). Allí, en el índice, en vez de “Recuerdos de provincia” se lee “Recursos de provincia” (indicando la página 197, y aludiendo al prólogo y notas de Borges para la edición de dicho libro de Sarmiento de Emecé Editores de 1944, incluida en la colección El Nacional).<br /><br />La segunda errata refiere más al sentido que a la tipografía. Vale -para esto- citar “Respiración artificial” de Ricardo Piglia.<br /><br />“La primera página del Facundo: texto fundador de la literatura argentina”, dice Renzi, hay ahí “una frase en francés: así empieza”. Esa cita, Sarmiento se la atribuye a Fourtol; ante lo cual Groussac, sigue Piglia (Renzi) “hace notar que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney”. Por lo que, concluye Piglia (Renzi) “la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal”.<br /><br />La edición del “Facundo” del Centro Editor de América Latina (Buenos Aires, 1967) abre, en página par y luego de la “Advertencia del autor” de 1845, con dicha cita: “On ne tue point les idées. Fortoul”. Y debajo, interlineado de por medio: “A los hombres se degüella; a las ideas, no. Fortoul”.<br /><br />Como sabemos, la traducción más popular es: “Las ideas no se matan”. Algo que así se lee “en la escuela”, según Renzi.<br /><br />El hecho es que, esta larga sucesión de nombre y citas, confluye en una tercera diferencia: mientras que en la edición del “Facundo” del se da como autor de esa línea a Fortoul (ministro de educación de Napoleón III entre 1851 y 1856), en “Respiración artificial” (Anagrama, 2005) es Fourtol: muda la letra “u” de anteúltima (sexta) a predecesora de la “r” (cuarta).<br /><br />Sea, quizás esto último, por parte de Piglia, una fabulosa invención, la continuidad -esta vez a través de la ironía, la parodia- de esa extensa serie de frases apócrifas y préstamos equivocados. Por lo cual, la acumulación de errores (voluntarios o no) se vuelven ahora innumerables.<br /><br />Piglia continúa, así, ese profuso encadenamiento de inexistencias, supuesto o fingimientos, siendo el tercer eslabón que comenzara con Sarmiento y continuara con Borges.<br /><br />Dice Renzi: “Ahí está la primera de las líneas que constituyen la ficción de Borges: textos que son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas”; la “paródica de una cultura de segunda mano”. Borges “clausura por medio de la parodia [del error sarmientino] la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta” del Siglo XIX.<br /><br />Este conjunto de relatos es, entonces, posiblemente, una parte más de esa larga cadena de errores.Recursos de provinciahttp://www.blogger.com/profile/02057569488020911456noreply@blogger.com0