martes, 9 de diciembre de 2014

Nunca entendí cómo mis padres llegaron a ser pareja

(Texto publicado en la sección Mundos Íntimos de Clarín el 29 de noviembre de 2014)

Una frase típica de mi niñez le pertenece a mamá: “Decile a tu papá que quiero hablar con él”. Eso iniciaba todo un camino: yo se lo decía a papá, papá ni siquiera me preguntaba qué era. O me preguntaba qué era y yo confesaba desconocerlo. Papá iba a casa, se juntaban a charlar en la puerta. Eran pocas las ocasiones en que me tocaba compartir la charla. La mayor parte de las veces me pedían que me quedara adentro, y desde ahí trataba de escuchar a través de la puerta o la ventana que daba de la escalera a la calle, pero no me llegaban más que susurros, murmullos inaudibles.

¿Qué mundo se construía allá afuera en Salto, provincia de Buenos Aires, donde aún vivo, mientras yo lo ignoraba? El mío, mi futuro, sospecho ahora que el futuro ha llegado. Un futuro disociado que había empezado cuando tenía nueve meses y mis padres se separaron. Di vida a algunas estrategias para defenderme: la idea de que hablaran de mí sin que yo lo supiera y el desconocimiento del tema construían inquietudes y un misterio que me llevaban a que, aquello que desconocía, lo inventara. ¿Estará ahí la génesis de un escritor?

Podían quererme y mucho –de hecho lo hacían y lo siguen haciendo– cada uno a su modo, desde lugares diferentes, pero estaba claro que nunca desde un ambiente compartido. Era como si uno de ellos amase mis aurículas y el otro mis ventrículos.

Mamá, por su infancia de privaciones, quiso y pudo –a costa de mucho esfuerzo– ser de clase media, siempre más atenta al “qué dirán” que a las proyecciones del propio deseo. A papá eso nunca le importó: su visión de la vida siempre fue romántica, bohemia, nostálgica, con desprecio por lo material y cruzada por la ausencia de compromisos.

Mis padres se habían conocido en el restaurante en que mamá era cocinera y papá un habitué. Camionero, solitario, soltero empedernido a los 40, eso lo convertía en el cliente ideal para cualquier bodegón. Si hubo un dónde, nunca supe cómo ni cuándo se vieron y hablaron por primera vez, aunque sí pude descifrar gracias a El hombre mediocre, de José Ingenieros (costumbre de mi padre de poner en los libros el lugar y la fecha donde los compraba), que es probable que yo haya sido concebido en Mar del Plata. En la página 7, antes de la Advertencia de Ingenieros, en letra manuscrita de mi padre, se lee: Inés y Hernán. Mar del Plata. 14.1.73. Nací en octubre. Los números cierran. ¿Por qué a papá se le ocurrió comprar ese libro? Nunca lo supe, ni se lo pregunté. Sí que lo leí y subrayé hasta agotarme.

Ahora, ¿qué buscaba cada uno al iniciar una relación? Me queda intuir, nada más: mamá, una redención de su fracaso anterior –su primer marido, con quien tuvo a mis dos hermanas–. Papá, un destino de amor que quizás jamás había soñado.

Papá era camionero, por lo cual la ausencia que sus viajes de trabajo le imponían se convertían en un doble abandono. Es imborrable la imagen de él yendo a buscarme al departamentito de dos ambientes al que me había mudado con mamá después de la separación diciendo “adiviná en qué vine” mientras me sostenía en sus brazos y yo veía el camión surgiendo más allá del tapial. El camión era una tierra prometida móvil, una máquina indescifrable hecha de hierros y tornillos a la que yo quería subirme no sólo para vivir la aventura de recorrer campos, chacras y rutas infinitas, sino también el vehículo que acarreaba algo tan intangible como la “completud” emocional y tan sencillo como tener cerca lo que a diario me faltaba.

Una anécdota lo pinta a papá de cuerpo entero. Yo estaba en los veintilargos y venía de perderlo todo con la crisis de 2001. Una noche de verano, mientras mirábamos juntos el cielo, me dijo: “Cuando estoy solo, salgo al patio, miro las estrellas y pienso: ¿Qué estará haciendo Hernán en este momento?”. No aguanté, se lo dije: “a un hijo no se lo cría mirando las estrellas”. No debí hacerlo, debí haber contenido mi impulso, no pude.

Mamá nunca quiso ni tuvo tiempo de contemplarlas. Porque laburó, porque de noche prefirió mirar la tele antes que las estrellas, porque para ella la nostalgia es dolor y la bohemia, pobreza. Parece contradictorio, pero no fue papá –el hombre– sino mamá –la mujer– quien me llevó a jugar en las categorías infantiles del Club Sports, donde rompimos el record de tantas derrotas acumuladas que, ante un empate, nos hicieron un asado para festejarlo. Mi amigo el Flaco es testigo de aquella racha negativa.

Yo regresaba de la cancha con dolor de cabeza, incómodo, agotado como si hubiese corrido una maratón, cuando en realidad ni siquiera había jugado. Lo mío era la mediocridad, el banco de suplentes. Compraba gratuitamente una actividad que no me interesaba desarrollar.

No sé si papá recuerda que jugué al futbol de chico, como tampoco sé si mamá recuerda que con papá comíamos asados los domingos al mediodía mientras escuchábamos las carreras de turismo carretera. Es el día de hoy que no tolero el automovilismo: creo que los relatores gritan más de lo que dicen.

En la semana los días transcurrían monótonos, repetitivos: escuela, casa de mamá, amigos. Hacer los mandados, mirar la tele. Los fines de semana, esa comodidad perturbadora se transformaba. Cuando no estaba de viaje, la vida con papá se llenaba con excursiones al pueblito rural donde vivía mi abuela, sembrar almácigos de verduras y hortalizas, dormir juntos en una cama de dos plazas.

En la dicotomía flotaba parte de mi niñez: ni papá preguntaba por las actividades a las que mamá me invitaba ni viceversa. O tal vez sí, de manera esporádica, aunque no es algo que haya quedado en mi memoria. Y ya se sabe: lo que la memoria no guarda pasa al costal de la inexistencia. Para mamá, volver a casa con la pesca del domingo que habíamos logrado con papá era una molestia que implicaba escamas en la pileta del lavadero, ropa sucia, vahos hediondos en la heladera, un alimento que nunca consumiríamos.

Recuerdo una escena de mis doce o trece años. Mamá –en una jugada poco usual para la época– me sacó turno con una psicóloga. Esa fue la forma que encontró para ayudarme. Es que después de estar uno o dos días con papá, yo volvía perdido, disconforme, hostil. Como escribió Gonzalo Garcés hace poco en este mismo lugar, al volver a casa “el dolor era desquiciante”. Mamá podía verlo. En la intimidad, por la noche, al irme a la cama, yo cerraba los ojos y me sentía caer por un agujero negro, infinito, rodeado también por un vacío total y absoluto. Un túnel por el que resbalaba, aunque sin tocar cosa alguna, en caída libre. Un descenso inmóvil, un efecto indefinible que se apoderaba de mi cuerpo. Era una pesadilla de chico despierto que se repetía.

No sé qué habrá pensado papá. Si lo supo, si mamá lo consultó al respecto o no en alguna de esas charlas en la puerta de casa. Conociéndolo como lo conozco, no creo que él haya visto la terapia como una solución. El consultorio era en un primer piso, con un vitraux de colores que daba a la calle. Las sesiones se sucedieron mientras los puños de mi campera se iban cubriendo de una capa verdosa y opaca. En fin, lloraba a moco tendido y la manga era el mejor pañuelo.

No recuerdo ni una palabra de lo que dije en aquellas sesiones. Sí que, al salir, me sentía liviano, animado, como si un lastre macizo y antiguo se me hubiera caído de los bolsillos sin que me diera cuenta. Si alguna vez la palabra esperanza tuvo un sentido en mi vida, fue ese. En terapia de adulto descubrí que detrás de los enojos y la angustia que habían caminado junto a mí durante tanto tiempo como una herencia, había un pedido, una demanda: ser visto, observado, atendido. De ahí a la victimización había sólo un paso. Hay una frase que lo resume todo: el que se enoja es un hombre, el que llora es un niño.

¿Qué pasó ahora que todos crecimos? Mamá, que fue una peleadora nata toda su vida, un burro de carga que supo criar sola y con entereza a sus tres hijos, se volcó a la quietud, el letargo: apenas si sale a caminar, fuma, mira la tele, duerme en cualquier horario. Papá vive en el abandono de la que alguna vez fue su casa materna, lidiando con el Síndrome de Diógenes (la acumulación compulsiva de objetos inútiles). Para él, el tiempo nunca pasó. Hace poco lo dijo en una reunión de amigos, de pie y a boca de jarro, como a él le gusta: “No tengo todo lo que quisiera, pero aprendí a ser feliz con lo que tengo”. Una verdadera declaración de principios.

Ella se enferma seguido, él sufre los achaques de la edad. Mamá nos tiene a mis hermanas y a mí. Papá, a mí solamente. De papá heredé mis placeres: la pesca, el asado, la ruta. De mamá, el método y el orden, el amor por el hogar como un segundo cuerpo. Es el día de hoy que me sigue pareciendo increíble que dos personas tan distintas entre sí hayan estado juntas en un momento de sus vidas. Ahí estoy yo, como testigo. Lo que sí es cierto es que ninguno de los dos aprendió a confesar qué es lo que les pasa, contar sus propios dolores, pedir ayuda cuando les es necesario. Ni a preguntar al otro (en este caso, su hijo) qué es lo que le pasa, cuáles son sus dolores, ver que también él es incapaz de pedir ayuda cuando la necesita.

Sin quererlo, ellos fueron el motivo de mis quince minutos de fama. La entrada con más comentarios y “me gusta” de mi Facebook tiene que ver con una anécdota sencilla que se dio el año pasado y contiene el poder la síntesis: “Mis padres se separaron cuando yo tenía 9 meses (o sea: en unos días se cumplen 39 años). La semana pasada vino a mi casa mi vieja: se olvidó un taper con yerba. El fin de semana vino mi viejo: se olvidó la azucarera. Nos podríamos juntar a tomar unos mates ...”. Si esto fuera una sitcom, acá irían las risas

Y esa esperanza tuvo su ápice hace unos meses, durante el cumpleaños de mi hijo. Papá llegó tarde y mamá fue a recibirlo, le preguntó si había almorzado. Él le dijo que no. Ella le describió el escueto menú (choripán o hamburguesa) y le preguntó si quería que le hiciera un sándwich. Él quiso, y ella se lo preparó. Hacía 40 años que mamá no le cocinaba a papá.

Cuando los junté a papá y mamá un sábado para contarles de esta nota, después de la charla, papá le pidió a mamá que se sentara frente a él. Primero hizo un silencio, largo. Y después le propuso matrimonio. “Para que al menos te quede la pensión. Sé que me queda poco de vida, es una forma de devolverte todo lo que hiciste por mi hijo”. No sé qué va a contestar, pero creo a que a mamá la puso feliz la propuesta.


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