Completa, la historia no puedo contarla, porque completa no
me llegó.
Sí puedo
decir que quien me la refirió fue mi padre, el día en que cumplía setenta y
cinco años. (El paréntesis me dejará convenir que es una edad más que apta para
andar remontando leyendas lugareñas, y que es en eso quizás donde se justifique
lo fragmentario: en el olvido, en las omisiones, y ante lo cual no queda otra
que dar con verdades a medias, inauditas).
Si digo que
mi padre tardó treinta y cinco años en presentarme esta historia no es que
fallo al creer conocerlo ni que ande malo de oídos. Él, tan afecto a repetir historias, contándolas una y otra vez
hasta desgastarlas, hasta quitarles el jugo, su esencia, capaz de guardar los
detalles más anodinos de las fechas más vagas, nunca supo cómo acercarme ésta.
Y yo, que tantas veces supe escucharlo hasta el hartazgo, hasta la desazón,
aquella vez no pude más que rendirme ante los hechos.
Era uno de
esos días de agosto -fresco, soleado, ventoso- donde la primavera se cuela en el
invierno no sin un hálito de recelo. El plan, comer un asado a la sombra de un
fresno en el pueblo en que vive mi padre. Un pueblo perdido en esa verde
profundidad de monte y llanura, de naturaleza erigida a fuerza de garrote y
soledad que es la pampa húmeda; un pueblo quedo en el tiempo donde los ruidos,
rostros, escenas, son sólo un cúmulos de groseras repeticiones.
Frente a la
casa, las ovejas pastaban en silencio; una yunta de teros -delatores, falsamente
entusiastas- asonaba los terrenos de la estación de ferrocarril abandonada. Los
plátanos se acunaban ante el viento en un seseo cadencioso.
Nosotros comimos
el asado y bebimos unos vinos y tomamos ese sol de las dos de la tarde que
adormece a los hombres y enardece a las iguanas.
Al bajar el
calor, le propuse el obsequio más sincero y sencillo que podía proponerle:
salir de paseo por caminos rurales. Me lo agradeció con una sonrisa; supo que
era un obsequio largamente pensado.
Dejamos el
pueblo atrás. Pasamos por la puerta de la chacra de Achaga e hicimos la ese, la
recta larga; cruzamos el arroyo (mi padre, fiel a sus convicciones, vio correr
el agua con melancolía: un problema de caderas le impedía, desde hacía años,
practicar su deporte favorito: la contemplación tan propia de quien pesca),
costeamos la vía. Me vi doblar una y diez veces, oír “allá es lo Marasovich”,
dejar que en mi memoria se repitiese la anécdota de aquel casco de estancia.
También para
mí estaba dado el disfrute de aquel paisaje: los campos amarrillos que empezaban
a reverdecer entre los últimos estertores del invierno; los huellones,
vestigios de las últimas lluvias; vaquillonas, alambres, pájaros alrededor;
lagunas perdidas como ojos tuertos en medio de la nada.
La marca,
la herencia estaba ahí: era parte de ese momento en que uno acaba por no saber
si lo que hace lo hace por el otro, porque vive en el otro, o para disimular -reafirmar
en silencio, como quien engaña a quien no ignora- que ya está, que ya entró
también en uno.
Fue cuando
pasamos el segundo arroyo, un cañaveral, una laguna repleta de garzas y
flamencos, y llegamos entre pozos hondos como penas a un camino asfaltado y
luego a un cruce, donde mi padre dijo: “Pará acá”.
Abrió la
puerta. Giró en tanto su cadera se lo permitió y bajó lento, contoneándose.
Fue hacia
el camino de tierra y se detuvo a la sombra. El sol se disimulaba detrás de un
monte de sauces y eucaliptos. El cruce no era otra cosa que una línea ancha, de
tierra, deshecha por las lluvias, que corría de norte a sur, cortada ante la
ruta asfaltada en una figura geométrica perfecta.
Mi padre
dejó que la vista se le perdiera en lontananza. Era un hombre solo, en la
soledad del campo, mirando un camino igual a cualquier otro, tantas veces
atravesado por miles de hombres, apenas transformado por el tiempo.
-Este cruce
era conocido antes como Los Cuatro Caminos. -Las palabras comenzaron a brotarle
de la boca como una chorrera, como si las hubiese tenido atascadas durante
décadas en la nuez de la garganta. -Allá –señaló un poco a la izquierda-, había
un almacén de ramos generales mezcla con pulpería. Se vendían alimentos, se
bebía vino, se jugaba a las cartas: mus, codillo, loba. Acá –la mano giró
levemente hacia la derecha, cayó a un rincón cubierto de restos de alambrado-,
se jugaba a la taba, se mateaba, se bebía vino. Los domingos al mediodía se
hacía asado con cuero, y a la tarde, en el camino, se hacían carreras de
sortijas. Y también se bebía vino. -Creo que ambos sonreímos-. Había un viejo
que venía siempre, un personaje bárbaro, vivía en una carreta. Sinforoso Reyes Basavilbaso,
se llamaba. Echado de nombre andaba el viejo. O se lo inventaba, qué sé yo.
Tenía un perro cusco que dormía con él en la carreta y lo seguía a todos lados.
En la casa de atrás vivía el encargado del almacén con la mujer. - Hizo una
pausa, se quedó buscando algo, sumando cosas. -Yo estaba acá, jugando a la
sombra. Hacía un calor bárbaro. Ese verano hubo una sequía impresionante, hizo
estragos en la zona. Se perdió el maíz, los arroyos eran hilitos de agua.
No pude
dejar de imaginar el calor húmedo, lacerante, el polvo hirviente de una tarde
de verano. A mi padre, el chico de ocho años que era mi padre, jugando bajo un
sauce, solo, viendo pasar las horas de su niñez: piensa en correr pero no está
seguro de tener el permiso para hacerlo, sabe de castigos paternos, de ramazos
en las piernas. Ignora lo que vendrá, pero sabe que le está vedado. Mi padre,
el chico de ocho años que toda su vida será, entreteniéndose apenas en dibujar
círculos infinitos, rectas sinuosas, líneas al azar sobre el polvo.
-Nunca supe
si adentro pasó algo, si hubo algún encontronazo. La cosa es que un tipo que
estaba en la pulpería salió caminando para allá –señaló en dirección al sur-,
llegó a la casa del encargado, dejó la bolsa con la comida y la damajuana al
borde del camino y se subió al alambrado. Me parece verlo clarito, como si
hubiera sido ayer, la imagen del tipo trepado al alambre. Parece que lo que
quería era espiar hacia adentro de la casa, espiar a la mujer del encargado.
Capaz que estaba un poco borracho. Entonces salió el marido de la mujer. En una
mano llevaba el mate y en la otra un cuchillo. Pelearon, se revolcaron. Hasta
que lo mató. –Volvió a hacer una pausa, a ordenar las partes. -El tipo del
almacén quedó tirado en el piso, y ahí nomás se desangró. El otro se puso la
bolsa al hombro, agarró la damajuana y siguió camino como si nada. Zavala se
llamaba el tipo; el que murió, el esposo de la mujer. El otro creo que era
Rosales, o algo así. De la mujer no me acuerdo.
Ahora todo
era tapera. Del monte de sauces y eucaliptos llegaban el susurro de los
aleteos: comenzaba a atardecer y los pájaros buscaban guarida.
-Enseguida
se llenó de gente. Viste como es, rodean a los muertos como moscas a la bosta.
Enfatizando,
le pregunté si llegó a enterarse qué había sido del tipo y de la mujer. Dijo
que no; que varias veces, durante años, se dedicó a preguntarle a los
lugareños, pero nada: las menciones no iban más allá de una viuda, un apellido
foráneo, un cuchillo. La confusa conjugación de datos propia del paso de los
días y del olvido. Sí se acordaba de que, al poco tiempo, el boliche cambió de
dueño; lo compró un tano revirado y se acabaron las tardes de vinos y sortija.
Como si de
repente el tiempo se hubiese resuelto hacia atrás, como si alguien hubiera
mezclado las cartas y vuelto a dar, una figura comenzó a emerger desde el fondo
del camino. En pocos minutos, a un carro tirado por un caballo viejo,
descocido, lo seguía una blanda polvareda y dos perros flacos. El carrero era
un hombre mayor, panzón, de tez oscura. Parecía ir medio dormido. Llevaba
sombrero de ala, bombachas de gaucho y camisa a cuadro cerrada por un pañuelo
al cuello. Avanzaba lento. Al llegar al asfalto, giró en dirección a Chacabuco
y se tocó el sombrero en señal de saludo. Mi padre le respondió con el brazo en
alto y un tímido “adiós”.
Atrás, abajo, una estela púrpura
bordaba el horizonte. Lentamente anochecía. En pocos minutos, el carro, el
hombre y sus animales dejaron de ser un punto en la distancia. Calmo, haciendo
un esfuerzo para no sufrir los avatares de su cadera rota, mi padre subió al
auto. En camino de regreso le pregunté cómo había terminado aquella tarde.
-El abuelo, en aquel entonces,
tenía un Ford 38 –retomó. Su voz era ahora una melancolía de pie sobre dolores
maltrechos, añejados. -Esa tarde me llamó, me dijo “vamos hijo, que viene la
policía”; nos subimos al Ford 38 y nos fuimos. No dijo una palabra en todo el
viaje de vuelta. Yo tampoco le pregunté nada. No pude dormir por tres o cuatro
noches: cerraba los ojos y se me aparecía la imagen del tipo arriba del
alambrado, los dos peleando, uno tirado en el camino, el otro caminando con la
damajuana y la bolsa al hombro. Nunca más oí al abuelo hablar del tema, por lo
menos conmigo.
En el silencio del campo, el
motor del auto era una cuña molesta, un elemento preciso fuera de lugar.
Hicimos el mismo camino que mi abuelo y él aquella tarde, sólo que esta vez no
en un Ford 38, sólo que 35 años después, siendo otros hombres, dos adultos,
ningún niño. Llegamos al pueblo, a casa de mi padre, ya entrada la noche.
El viento había retrocedido y
transformaba a los plátanos en un paisaje inmóvil; había refrescado. Los
animales de la estación de trenes dormían en los corrales.
Atravesar la puerta de su casa
fue para mi padre ponerle un cierre, un broche abierto y final a la historia de
los Cuatro Caminos. Propuso vino pero terminamos en unos mates. Una hora
después me despedí hasta el siguiente fin de semana.
A esto lo
pienso ahora porque no lo dije entonces; porque lo pensé en el trayecto, cuando
volvíamos desde los Cuatro Caminos al pueblo, y lo seguí pensando de regreso,
solo, después de dejar a mi padre en su casa.
En medio de
una serie infinita de probabilidades, a través de arbitrarias elucubraciones y
devaneos, varias ideas insistieron por sí solas:
¿Y si
aquella muerte fue algo premeditado?
¿Qué tal si
ambos -la mujer, Rosales- sabían que el hombre se subiría al alambrado, se
asomaría a esa ventana; que Zavala estaría esperándolo detrás de la cortina con
el cuchillo, disimulándolo con el mate, para dar vuelta a la cocina, salir por
el patio trasero, e ir de matador en vez de encontrarse cara a cara con la
muerte? Nada quita que marido y mujer quisieran sacarse de encima a un borracho
pendenciero y que las cosas terminaran mal.
O tal vez
la mujer había buscado a Rosales con los ojos en el bar; tal vez el marido dio
con esa búsqueda, pudo adivinar que Rosales la pretendía y el deseo de matar
fue germinando en él como desquite a tanta mirada lasciva, a tanta hambre de
carne caliente.
O mejor: Zavala y ella eran
amantes, y si al otro día la policía no había golpeado su puerta, ese hombre
reaparecería cuando ya no quedase nadie en el almacén ni en la casa y diría:
acá estoy, mujer acá me tenés, todo tuyo y sin nadie en el medio.
Tal vez
ella misma -me quedo para mí con esta verdad- necesitaba al ejecutor de una
venganza íntima, muda, e hizo lo necesario para que aquel hombre se asomara a
la ventana sabiéndolo más ebrio, mejor cuchillero y peleador que su marido.
La pregunta
-más allá de todas estas vanas elucubraciones- sigue, seguirá siendo por qué a
mi padre le llevó tanto tiempo acercarme esa historia. Cómo él, que sufre la
insalubre tentación de repetir una y cien veces sus historias, nunca había
llegado hasta ésta. Supongo -una vez más- que habrá sido porque aún vive en él
ese niño de ocho años a quien le queda muy lejos una infancia y demasiado cerca
un miedo. Pero es sólo una suposición.
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