martes, 27 de noviembre de 2012

Cuatro caminos


            Completa, la historia no puedo contarla, porque completa no me llegó.
            Sí puedo decir que quien me la refirió fue mi padre, el día en que cumplía setenta y cinco años. (El paréntesis me dejará convenir que es una edad más que apta para andar remontando leyendas lugareñas, y que es en eso quizás donde se justifique lo fragmentario: en el olvido, en las omisiones, y ante lo cual no queda otra que dar con verdades a medias, inauditas).
            Si digo que mi padre tardó treinta y cinco años en presentarme esta historia no es que fallo al creer conocerlo ni que ande malo de oídos. Él, tan afecto a repetir historias, contándolas una y otra vez hasta desgastarlas, hasta quitarles el jugo, su esencia, capaz de guardar los detalles más anodinos de las fechas más vagas, nunca supo cómo acercarme ésta. Y yo, que tantas veces supe escucharlo hasta el hartazgo, hasta la desazón, aquella vez no pude más que rendirme ante los hechos.

            Era uno de esos días de agosto -fresco, soleado, ventoso- donde la primavera se cuela en el invierno no sin un hálito de recelo. El plan, comer un asado a la sombra de un fresno en el pueblo en que vive mi padre. Un pueblo perdido en esa verde profundidad de monte y llanura, de naturaleza erigida a fuerza de garrote y soledad que es la pampa húmeda; un pueblo quedo en el tiempo donde los ruidos, rostros, escenas, son sólo un cúmulos de groseras repeticiones.
            Frente a la casa, las ovejas pastaban en silencio; una yunta de teros -delatores, falsamente entusiastas- asonaba los terrenos de la estación de ferrocarril abandonada. Los plátanos se acunaban ante el viento en un seseo cadencioso.
            Nosotros comimos el asado y bebimos unos vinos y tomamos ese sol de las dos de la tarde que adormece a los hombres y enardece a las iguanas.
            Al bajar el calor, le propuse el obsequio más sincero y sencillo que podía proponerle: salir de paseo por caminos rurales. Me lo agradeció con una sonrisa; supo que era un obsequio largamente pensado.
            Dejamos el pueblo atrás. Pasamos por la puerta de la chacra de Achaga e hicimos la ese, la recta larga; cruzamos el arroyo (mi padre, fiel a sus convicciones, vio correr el agua con melancolía: un problema de caderas le impedía, desde hacía años, practicar su deporte favorito: la contemplación tan propia de quien pesca), costeamos la vía. Me vi doblar una y diez veces, oír “allá es lo Marasovich”, dejar que en mi memoria se repitiese la anécdota de aquel casco de estancia.
            También para mí estaba dado el disfrute de aquel paisaje: los campos amarrillos que empezaban a reverdecer entre los últimos estertores del invierno; los huellones, vestigios de las últimas lluvias; vaquillonas, alambres, pájaros alrededor; lagunas perdidas como ojos tuertos en medio de la nada.
            La marca, la herencia estaba ahí: era parte de ese momento en que uno acaba por no saber si lo que hace lo hace por el otro, porque vive en el otro, o para disimular -reafirmar en silencio, como quien engaña a quien no ignora- que ya está, que ya entró también en uno.
            Fue cuando pasamos el segundo arroyo, un cañaveral, una laguna repleta de garzas y flamencos, y llegamos entre pozos hondos como penas a un camino asfaltado y luego a un cruce, donde mi padre dijo: “Pará acá”.
            Abrió la puerta. Giró en tanto su cadera se lo permitió y bajó lento, contoneándose.
            Fue hacia el camino de tierra y se detuvo a la sombra. El sol se disimulaba detrás de un monte de sauces y eucaliptos. El cruce no era otra cosa que una línea ancha, de tierra, deshecha por las lluvias, que corría de norte a sur, cortada ante la ruta asfaltada en una figura geométrica perfecta.
            Mi padre dejó que la vista se le perdiera en lontananza. Era un hombre solo, en la soledad del campo, mirando un camino igual a cualquier otro, tantas veces atravesado por miles de hombres, apenas transformado por el tiempo.
            -Este cruce era conocido antes como Los Cuatro Caminos. -Las palabras comenzaron a brotarle de la boca como una chorrera, como si las hubiese tenido atascadas durante décadas en la nuez de la garganta. -Allá –señaló un poco a la izquierda-, había un almacén de ramos generales mezcla con pulpería. Se vendían alimentos, se bebía vino, se jugaba a las cartas: mus, codillo, loba. Acá –la mano giró levemente hacia la derecha, cayó a un rincón cubierto de restos de alambrado-, se jugaba a la taba, se mateaba, se bebía vino. Los domingos al mediodía se hacía asado con cuero, y a la tarde, en el camino, se hacían carreras de sortijas. Y también se bebía vino. -Creo que ambos sonreímos-. Había un viejo que venía siempre, un personaje bárbaro, vivía en una carreta. Sinforoso Reyes Basavilbaso, se llamaba. Echado de nombre andaba el viejo. O se lo inventaba, qué sé yo. Tenía un perro cusco que dormía con él en la carreta y lo seguía a todos lados. En la casa de atrás vivía el encargado del almacén con la mujer. - Hizo una pausa, se quedó buscando algo, sumando cosas. -Yo estaba acá, jugando a la sombra. Hacía un calor bárbaro. Ese verano hubo una sequía impresionante, hizo estragos en la zona. Se perdió el maíz, los arroyos eran hilitos de agua.
            No pude dejar de imaginar el calor húmedo, lacerante, el polvo hirviente de una tarde de verano. A mi padre, el chico de ocho años que era mi padre, jugando bajo un sauce, solo, viendo pasar las horas de su niñez: piensa en correr pero no está seguro de tener el permiso para hacerlo, sabe de castigos paternos, de ramazos en las piernas. Ignora lo que vendrá, pero sabe que le está vedado. Mi padre, el chico de ocho años que toda su vida será, entreteniéndose apenas en dibujar círculos infinitos, rectas sinuosas, líneas al azar sobre el polvo.
            -Nunca supe si adentro pasó algo, si hubo algún encontronazo. La cosa es que un tipo que estaba en la pulpería salió caminando para allá –señaló en dirección al sur-, llegó a la casa del encargado, dejó la bolsa con la comida y la damajuana al borde del camino y se subió al alambrado. Me parece verlo clarito, como si hubiera sido ayer, la imagen del tipo trepado al alambre. Parece que lo que quería era espiar hacia adentro de la casa, espiar a la mujer del encargado. Capaz que estaba un poco borracho. Entonces salió el marido de la mujer. En una mano llevaba el mate y en la otra un cuchillo. Pelearon, se revolcaron. Hasta que lo mató. –Volvió a hacer una pausa, a ordenar las partes. -El tipo del almacén quedó tirado en el piso, y ahí nomás se desangró. El otro se puso la bolsa al hombro, agarró la damajuana y siguió camino como si nada. Zavala se llamaba el tipo; el que murió, el esposo de la mujer. El otro creo que era Rosales, o algo así. De la mujer no me acuerdo.
            Ahora todo era tapera. Del monte de sauces y eucaliptos llegaban el susurro de los aleteos: comenzaba a atardecer y los pájaros buscaban guarida.
            -Enseguida se llenó de gente. Viste como es, rodean a los muertos como moscas a la bosta.
            Enfatizando, le pregunté si llegó a enterarse qué había sido del tipo y de la mujer. Dijo que no; que varias veces, durante años, se dedicó a preguntarle a los lugareños, pero nada: las menciones no iban más allá de una viuda, un apellido foráneo, un cuchillo. La confusa conjugación de datos propia del paso de los días y del olvido. Sí se acordaba de que, al poco tiempo, el boliche cambió de dueño; lo compró un tano revirado y se acabaron las tardes de vinos y sortija.
            Como si de repente el tiempo se hubiese resuelto hacia atrás, como si alguien hubiera mezclado las cartas y vuelto a dar, una figura comenzó a emerger desde el fondo del camino. En pocos minutos, a un carro tirado por un caballo viejo, descocido, lo seguía una blanda polvareda y dos perros flacos. El carrero era un hombre mayor, panzón, de tez oscura. Parecía ir medio dormido. Llevaba sombrero de ala, bombachas de gaucho y camisa a cuadro cerrada por un pañuelo al cuello. Avanzaba lento. Al llegar al asfalto, giró en dirección a Chacabuco y se tocó el sombrero en señal de saludo. Mi padre le respondió con el brazo en alto y un tímido “adiós”.
Atrás, abajo, una estela púrpura bordaba el horizonte. Lentamente anochecía. En pocos minutos, el carro, el hombre y sus animales dejaron de ser un punto en la distancia. Calmo, haciendo un esfuerzo para no sufrir los avatares de su cadera rota, mi padre subió al auto. En camino de regreso le pregunté cómo había terminado aquella tarde.
-El abuelo, en aquel entonces, tenía un Ford 38 –retomó. Su voz era ahora una melancolía de pie sobre dolores maltrechos, añejados. -Esa tarde me llamó, me dijo “vamos hijo, que viene la policía”; nos subimos al Ford 38 y nos fuimos. No dijo una palabra en todo el viaje de vuelta. Yo tampoco le pregunté nada. No pude dormir por tres o cuatro noches: cerraba los ojos y se me aparecía la imagen del tipo arriba del alambrado, los dos peleando, uno tirado en el camino, el otro caminando con la damajuana y la bolsa al hombro. Nunca más oí al abuelo hablar del tema, por lo menos conmigo.
En el silencio del campo, el motor del auto era una cuña molesta, un elemento preciso fuera de lugar. Hicimos el mismo camino que mi abuelo y él aquella tarde, sólo que esta vez no en un Ford 38, sólo que 35 años después, siendo otros hombres, dos adultos, ningún niño. Llegamos al pueblo, a casa de mi padre, ya entrada la noche.
El viento había retrocedido y transformaba a los plátanos en un paisaje inmóvil; había refrescado. Los animales de la estación de trenes dormían en los corrales.
Atravesar la puerta de su casa fue para mi padre ponerle un cierre, un broche abierto y final a la historia de los Cuatro Caminos. Propuso vino pero terminamos en unos mates. Una hora después me despedí hasta el siguiente fin de semana.

            A esto lo pienso ahora porque no lo dije entonces; porque lo pensé en el trayecto, cuando volvíamos desde los Cuatro Caminos al pueblo, y lo seguí pensando de regreso, solo, después de dejar a mi padre en su casa.
            En medio de una serie infinita de probabilidades, a través de arbitrarias elucubraciones y devaneos, varias ideas insistieron por sí solas:
            ¿Y si aquella muerte fue algo premeditado?
            ¿Qué tal si ambos -la mujer, Rosales- sabían que el hombre se subiría al alambrado, se asomaría a esa ventana; que Zavala estaría esperándolo detrás de la cortina con el cuchillo, disimulándolo con el mate, para dar vuelta a la cocina, salir por el patio trasero, e ir de matador en vez de encontrarse cara a cara con la muerte? Nada quita que marido y mujer quisieran sacarse de encima a un borracho pendenciero y que las cosas terminaran mal.
            O tal vez la mujer había buscado a Rosales con los ojos en el bar; tal vez el marido dio con esa búsqueda, pudo adivinar que Rosales la pretendía y el deseo de matar fue germinando en él como desquite a tanta mirada lasciva, a tanta hambre de carne caliente.
O mejor: Zavala y ella eran amantes, y si al otro día la policía no había golpeado su puerta, ese hombre reaparecería cuando ya no quedase nadie en el almacén ni en la casa y diría: acá estoy, mujer acá me tenés, todo tuyo y sin nadie en el medio.
            Tal vez ella misma -me quedo para mí con esta verdad- necesitaba al ejecutor de una venganza íntima, muda, e hizo lo necesario para que aquel hombre se asomara a la ventana sabiéndolo más ebrio, mejor cuchillero y peleador que su marido.

            La pregunta -más allá de todas estas vanas elucubraciones- sigue, seguirá siendo por qué a mi padre le llevó tanto tiempo acercarme esa historia. Cómo él, que sufre la insalubre tentación de repetir una y cien veces sus historias, nunca había llegado hasta ésta. Supongo -una vez más- que habrá sido porque aún vive en él ese niño de ocho años a quien le queda muy lejos una infancia y demasiado cerca un miedo. Pero es sólo una suposición.

domingo, 24 de junio de 2012

Falso descenso

1

Volvemos de un fin de semana de amigos en La Pampa. Santiago y Alejandro duermen atrás, noqueados por una larga noche de cena, bares, boliches y casino. Guillermo maneja y yo voy de copiloto. Apenas si estamos a mitad de la mañana. Cebo unos mates, para mantener despierto al conductor, y en el estéreo suena un disco -genial, inigualable- de Leonard Cohen. Ya pasamos Catriló y Pellegrini, estamos a pocos kilómetros de Trenque Lauquen. Guillermo dice:

-¿Dónde almorzamos?

Manejamos dos posibilidades: Pehuajó o Carlos Casares. En Pehuajó no hay ningún parador abierto. Ya es mediodía pasado cuando nos encontramos con el tenedor libre a orillas de la ruta, en la entrada a Casares.

-Vamos, que ya está la comida –grita Guillermo, parando la camioneta, abriendo la puerta, estirando las piernas.

Las caras de Alejandro y Santiago son la de dos fantasmas asustados: ¿qué pasó, dónde estamos, por qué nos detuvimos? Están fulminados, ni siquiera recuerdan que el ser humano debe alimentarse para sobrevivir.

Fumo un cigarrillo mientras ellos entran y eligen la mesa. De cara al viento frío y seco de junio me doy cuenta de que hay algo que me ronda la cabeza; se ocupa de mí, me preocupa, me ataca en silencio, escondido, sin revelarse.

Termino el cigarrillo y entro.

* * *

-Poné el partido –dice Santiago, ya con la panza llena, la campera en la nuca a modo de almohada, segundos antes de volver a caer rendido por nocaut en las fauces del sueño.

-Es cierto, no me acordaba –digo. ¿Digo o pienso? No sé. Para el caso es lo mismo. Siento que miento cuando digo que no lo recordaba.

Le pregunto a Guillermo cómo se pasa de CD a radio: opera él, presiona botones. De repente aparece la voz de un locutor, alterna con el comentario previo del partido, va al móvil en la puerta del estadio, sigue una múltiple cantidad de publicidades. Siempre con el rugido de las hinchadas de fondo, la tensión instalada que viaja en el aire por amplitud modulada. Señales que llegan desde las afueras de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, atraviesan media provincia y caen en nosotros, que ya pasamos 9 de Julio, cambiamos de ruta y estamos un poco más cerca de casa.

* * *

Pavone ya hizo el primer gol; basta otro (sea de rebote, en contra, no importa) para forzar los penales. Los penales, la triste ilusión de vencer el azar. Pero Farré tira por la borda cien años de historia y empata. Ahora hay que hacer dos, pienso, pero no lo digo. No lo puedo decir, no lo puedo creer.

Estamos entrando a la ciudad cuando Tavio hace el penal. Me dejo caer lentamente en una algarabía muda. Pero tampoco me sirve de mucho: tengo una sospecha negativa, casi una epifanía traicionera: erra. Se lo atajan. No lo hace. Suele pasar en la vida: cuando más y mejor tenés que hacerlo, peor te sale.

Tal cual. No lo hace.

-Es mentira –pienso-. Es mentira. No puede ser. Cómo hago para creerlo.

Con ese penal, con un 2 a 1, lo levantábamos. Aunque faltaran pocos minutos. El clamor de la gente, el poco corazón que le queda a esos jugadores, ese viento de proeza que suele soplar como por milagro en el Monumental.

Ahora no. Ya no. Imposible.

-Nos vemos en la B –me dice Alejandro, siempre con cara de dormido, metiendo la cabeza por la ventanilla-. No te olvides que soy hincha de Chacarita.

-Chau –les digo a Guillermo y a Santiago al bajar en casa, mientras arranco mi bolso del piso de la camioneta-. Nos vemos en la semana.

En la semana, o el año que viene.

* * *

Adentro me esperan mi esposa y mi hijo. Ella no llora, pero tampoco puede negarle a las lágrimas que le mojen los ojos. Ladea la cabeza. He visto la incredulidad en ella cientos de veces. Nunca como ese día. Nunca.

2

No recuerdo cuál fue el primer partido que vi en la tele. Quizás ni siquiera fuera uno de River (supongamos: Independiente-Ferro o Vélez-Instituto). Era uno de esos programas de relleno que ponen los canales de deportes a media tarde. Partidazos, Campañas, Clásicos, Expediente Fútbol, ese tipo de cosas. Material de archivo para cuando los picos de audiencia caen. Yo no había ido a laburar y me tumbé en la cama menos por ganas de dormir la siesta que para sobrellevar el sopor posterior al almuerzo.

En otros canales había resúmenes de la fecha de Primera A y de Nacional B, que de pronto, para todos los medios periodísticos, había ganado una notoriedad inusitada. Pero yo no quería mirar Arsenal-Lanús o Ñuls-Estudiantes. No me interesaba. Y el Nacional B tampoco. A quién podía interesarle el presente de Independiente Rivadavia de Mendoza, Patronato de Paraná, Deportivo Merlo o Defensa y Justicia. A mí, por lo menos, no.

Por eso me enganché con ese partido.

Fue aquel histórico empate con Platense 4 a 4. Fecha 38, última del Torneo 1985/86 que River ganó cómodo, por diferencia de 10 puntos, cinco fechas antes del final. Resultado cambiante, vibrante partido con el Millonario ya consagrado y un Calamar que luchaba por mantener la categoría. Hoy aquellos nombres son objetos perdidos en el baúl de la memoria, pero vi, en las imágenes difusas de aquellas vetustas cámaras de televisión de los ’80, que los goles los hicieron Scigliano, Nannini, Gambier y Grimoldi para Platense; y Alonso, Centurión y dos veces Morresi para River. Era cierto: aunque yo no quisiera aceptarlo, el nombre del programa estaba bien puesto: partidazo.

* * *

Mi esposa me preguntó muchas veces qué pensaba del descenso. Nada, le dije, o pensé en decírselo y no sé si le dije. Es que era cierto. Nada. No pensaba nada, ni siquiera podía sentirlo.

* * *

No recuerdo (últimamente me cuesta retener datos que no sean de un pasado lejano) en qué canal lo vi, pero fue un programa dedicado a aquellas épocas gloriosas de los 90: Tricampeonato y Supercopa del 97.

River se quedaba con el Apertura 1997. Primero, a un punto de Boca. El último torneo oficial del Enzo. Y ahí nomás, la Supercopa. La final con el San Pablo de Brasil. El último título internacional. Un partido, como no se cansan de repetir los relatores y comentaristas, no apto para cardíacos.

La fiesta de la gente con la entrada del equipo. El alerta generalizado cuando Roger le atajó el penal a Francescoli. El primero de Salas, medio de rebote después de un centro. El segundo, una clase magistral de fútbol en vivo y en directo (o en una repetición, qué importa): la bajó con la zurda, enganchó, hizo pasar de largo a un defensor brasileño y definió de derecha, con la de palo. Algo poco común de ver. Después, la expulsión de Astrada y la fiesta final.

Burgos, Hernán Díaz, Ayala, Berizzo, Sorín, Placente, Monserrat, Escudero, Astrada, Berti, Solari, Gallardo, Borrelli, Francescoli, Salas, Rambert, Medina Bello. Los años gloriosos de Ramón Díaz como DT. Ya no volveríamos a tener un equipo como ese.

* * *

En mayo del año siguiente hicimos otro viaje de amigos. Fuimos a Junín, los mismos cuatro. La ciudad estaba alterada: Sarmiento había ascendido de la B Metropolitana al Nacional B. Las calles eran una sola cosa verde: banderas, cantitos, bombos, redoblantes, gente y más gente. No hacía una semana, otro equipo de la zona también había subido: Douglas Haig de Pergamino, desde el Argentino A. Dos equipos del interior de la provincia, separados por apenas 100 kilómetros, iban a estar el año siguiente en el mismo torneo. Por fuera de eso, no hablamos de fútbol. Alejandro es hincha de Chacarita, boqueando para no ahogarse en la B Metropolitana; Santiago, de Boca, pero no es de seguir los partidos-, a Guillermo ni siquiera le interesa el fútbol.

* * *

En la tele decían que le había ganado a Chacarita, Independiente Rivadavia de Mendoza y Desamparados de San Juan, pero mi interés no estaba puesto en ahondar en esas lides. Por ejemplo: daban Almirante Brown-Quilmes en la Televisión Pública. ¿Qué le pasa al gobierno?, dije, o pensé en voz alta. ¿Cómo no les alcanza con el Fútbol para Todos inventan estos partidos? Si eso era el fútbol actual, yo pasaba. Me interesaba otra cosa. En las horas de la siesta no leía, no charlaba con mi esposa, no dormía: solamente estaba dispuesto a recorrer la grilla de canales deportivos hasta encontrar uno de estos programas enlatados donde pasaran uno de River. Por ejemplo, uno del Clausura 2004, con el Negro Astrada como Director Técnico, recién retirado como jugador. Astrada, el tipo que más títulos ganó en la historia del club. En ese torneo goleó a Estudiantes, Independiente, Arsenal y Colón, y le ganó a los otros cuatro grandes, incluido el 1 a 0 en la Bombonera con gol de Cavenaghi. Otra vez Cavenaghi.

O del Apertura ’99, donde le volvió a ganar a Boca en el Monumental después de 11 años, con goles del Payasito Aimar y del Ángel colombiano, los dos por arriba del arquero. O mejor todavía: del Clausura ‘94, invicto, a 5 puntos del segundo, con el debut del Tolo Gallego como técnico, el Enzo como goleador y un lapidario 3 a 0 a Boca en la anteúltima fecha.

* * *

Y en la tele todavía se preguntan qué es River. Esto es River. ¿Quién dijo que juega en el Nacional B? ¿A quién se le ocurrió esa mentira, qué canal puede sostener esa ficción? El verdadero River juega hoy (lo vi en un adelanto, el partido empieza a las tres de la tarde) contra Boca. Contra Boca, nada más y nada menos. Clásico de clásicos. Últimamente vi tantos partidos que hasta me animo a pronosticar el resultado: 3 a 3. Parece un delirio, pero es posible.  ¿Por qué no? ¿Por qué siempre hay que pronosticar un 1 a 0 o un 6 a 1? Aunque no jueguen Hernán Díaz ni Gallardo ni Sorín, y aunque ellos tengan al Manteca Martínez y al traidor de Cedrés en la delantera, no se olviden que nosotros tenemos a Villalba, Ayala y Berti. Lo damos vuelta, estoy seguro de que lo damos vuelta. Y hasta me juego que el Tito Bonano ataja un penal. Partidazo.