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Volvemos de un fin de semana de amigos en La Pampa. Santiago
y Alejandro duermen atrás, noqueados por una larga noche de cena, bares,
boliches y casino. Guillermo maneja y yo voy de copiloto. Apenas si estamos a
mitad de la mañana. Cebo unos mates, para mantener despierto al conductor, y en
el estéreo suena un disco -genial, inigualable- de Leonard Cohen. Ya pasamos
Catriló y Pellegrini, estamos a pocos kilómetros de Trenque Lauquen. Guillermo
dice:
-¿Dónde almorzamos?
Manejamos dos posibilidades: Pehuajó o Carlos Casares. En
Pehuajó no hay ningún parador abierto. Ya es mediodía pasado cuando nos
encontramos con el tenedor libre a orillas de la ruta, en la entrada a Casares.
-Vamos, que ya está la comida –grita Guillermo, parando la
camioneta, abriendo la puerta, estirando las piernas.
Las caras de Alejandro y Santiago son la de dos fantasmas
asustados: ¿qué pasó, dónde estamos, por qué nos detuvimos? Están fulminados,
ni siquiera recuerdan que el ser humano debe alimentarse para sobrevivir.
Fumo un cigarrillo mientras ellos entran y eligen la mesa. De
cara al viento frío y seco de junio me doy cuenta de que hay algo que me ronda
la cabeza; se ocupa de mí, me preocupa, me ataca en silencio, escondido, sin
revelarse.
Termino el cigarrillo y entro.
* * *
-Poné el partido –dice Santiago, ya con la panza llena, la
campera en la nuca a modo de almohada, segundos antes de volver a caer rendido
por nocaut en las fauces del sueño.
-Es cierto, no me acordaba –digo. ¿Digo o pienso? No sé.
Para el caso es lo mismo. Siento que miento cuando digo que no lo recordaba.
Le pregunto a Guillermo cómo se pasa de CD a radio: opera
él, presiona botones. De repente aparece la voz de un locutor, alterna con el
comentario previo del partido, va al móvil en la puerta del estadio, sigue una
múltiple cantidad de publicidades. Siempre con el rugido de las hinchadas de
fondo, la tensión instalada que viaja en el aire por amplitud modulada. Señales
que llegan desde las afueras de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, atraviesan media
provincia y caen en nosotros, que ya pasamos 9 de Julio, cambiamos de ruta y
estamos un poco más cerca de casa.
* * *
Pavone ya hizo el primer gol; basta otro (sea de rebote, en
contra, no importa) para forzar los penales. Los penales, la triste ilusión de
vencer el azar. Pero Farré tira por la borda cien años de historia y empata.
Ahora hay que hacer dos, pienso, pero no lo digo. No lo puedo decir, no lo
puedo creer.
Estamos entrando a la ciudad cuando Tavio hace el penal. Me
dejo caer lentamente en una algarabía muda. Pero tampoco me sirve de mucho: tengo
una sospecha negativa, casi una epifanía traicionera: erra. Se lo atajan. No lo
hace. Suele pasar en la vida: cuando más y mejor tenés que hacerlo, peor te
sale.
Tal cual. No lo hace.
-Es mentira –pienso-. Es mentira. No puede ser. Cómo hago
para creerlo.
Con ese penal, con un 2 a 1, lo levantábamos. Aunque
faltaran pocos minutos. El clamor de la gente, el poco corazón que le queda a
esos jugadores, ese viento de proeza que suele soplar como por milagro en el
Monumental.
Ahora no. Ya no. Imposible.
-Nos vemos en la B –me dice Alejandro, siempre con cara de
dormido, metiendo la cabeza por la ventanilla-. No te olvides que soy hincha de
Chacarita.
-Chau –les digo a Guillermo y a Santiago al bajar en casa,
mientras arranco mi bolso del piso de la camioneta-. Nos vemos en la semana.
En la semana, o el año que viene.
* * *
Adentro me esperan mi esposa y mi hijo. Ella no llora, pero
tampoco puede negarle a las lágrimas que le mojen los ojos. Ladea la cabeza. He
visto la incredulidad en ella cientos de veces. Nunca como ese día. Nunca.
2
No recuerdo cuál fue el primer partido que vi en la tele.
Quizás ni siquiera fuera uno de River (supongamos: Independiente-Ferro o Vélez-Instituto).
Era uno de esos programas de relleno que ponen los canales de deportes a media
tarde. Partidazos, Campañas, Clásicos, Expediente Fútbol, ese tipo de cosas.
Material de archivo para cuando los picos de audiencia caen. Yo no había ido a
laburar y me tumbé en la cama menos por ganas de dormir la siesta que para
sobrellevar el sopor posterior al almuerzo.
En otros canales había resúmenes de la fecha de Primera A y
de Nacional B, que de pronto, para todos los medios periodísticos, había ganado
una notoriedad inusitada. Pero yo no quería mirar Arsenal-Lanús o
Ñuls-Estudiantes. No me interesaba. Y el Nacional B tampoco. A quién podía
interesarle el presente de Independiente Rivadavia de Mendoza, Patronato de
Paraná, Deportivo Merlo o Defensa y Justicia. A mí, por lo menos, no.
Por eso me enganché con ese partido.
Fue aquel histórico empate con Platense 4 a 4. Fecha 38,
última del Torneo 1985/86 que River ganó cómodo, por diferencia de 10 puntos,
cinco fechas antes del final. Resultado cambiante, vibrante partido con el
Millonario ya consagrado y un Calamar que luchaba por mantener la categoría.
Hoy aquellos nombres son objetos perdidos en el baúl de la memoria, pero vi, en
las imágenes difusas de aquellas vetustas cámaras de televisión de los ’80, que
los goles los hicieron Scigliano, Nannini, Gambier y Grimoldi para Platense; y Alonso,
Centurión y dos veces Morresi para River. Era cierto: aunque yo no quisiera
aceptarlo, el nombre del programa estaba bien puesto: partidazo.
* * *
Mi esposa me preguntó muchas veces qué pensaba del descenso.
Nada, le dije, o pensé en decírselo y no sé si le dije. Es que era cierto.
Nada. No pensaba nada, ni siquiera podía sentirlo.
* * *
No recuerdo (últimamente me cuesta retener datos que no sean
de un pasado lejano) en qué canal lo vi, pero fue un programa dedicado a
aquellas épocas gloriosas de los 90: Tricampeonato y Supercopa del 97.
River se quedaba con el Apertura 1997. Primero, a un punto de
Boca. El último torneo oficial del Enzo. Y ahí nomás, la Supercopa. La final
con el San Pablo de Brasil. El último título internacional. Un partido, como no
se cansan de repetir los relatores y comentaristas, no apto para cardíacos.
La fiesta de la gente con la entrada del equipo. El alerta
generalizado cuando Roger le atajó el penal a Francescoli. El primero de Salas,
medio de rebote después de un centro. El segundo, una clase magistral de fútbol
en vivo y en directo (o en una repetición, qué importa): la bajó con la zurda,
enganchó, hizo pasar de largo a un defensor brasileño y definió de derecha, con
la de palo. Algo poco común de ver. Después, la expulsión de Astrada y la
fiesta final.
Burgos, Hernán Díaz, Ayala, Berizzo, Sorín, Placente, Monserrat,
Escudero, Astrada, Berti, Solari, Gallardo, Borrelli, Francescoli, Salas, Rambert,
Medina Bello. Los años gloriosos de Ramón Díaz como DT. Ya no volveríamos a
tener un equipo como ese.
* * *
En mayo del año siguiente hicimos otro viaje de amigos. Fuimos
a Junín, los mismos cuatro. La ciudad estaba alterada: Sarmiento había
ascendido de la B Metropolitana al Nacional B. Las calles eran una sola cosa verde:
banderas, cantitos, bombos, redoblantes, gente y más gente. No hacía una
semana, otro equipo de la zona también había subido: Douglas Haig de Pergamino,
desde el Argentino A. Dos equipos del interior de la provincia, separados por
apenas 100 kilómetros, iban a estar el año siguiente en el mismo torneo. Por
fuera de eso, no hablamos de fútbol. Alejandro es hincha de Chacarita, boqueando
para no ahogarse en la B Metropolitana; Santiago, de Boca, pero no es de seguir
los partidos-, a Guillermo ni siquiera le interesa el fútbol.
* * *
En la tele decían que le había ganado a Chacarita,
Independiente Rivadavia de Mendoza y Desamparados de San Juan, pero mi interés
no estaba puesto en ahondar en esas lides. Por ejemplo: daban Almirante Brown-Quilmes
en la Televisión Pública. ¿Qué le pasa al gobierno?, dije, o pensé en voz alta.
¿Cómo no les alcanza con el Fútbol para Todos inventan estos partidos? Si eso
era el fútbol actual, yo pasaba. Me interesaba otra cosa. En las horas de la
siesta no leía, no charlaba con mi esposa, no dormía: solamente estaba
dispuesto a recorrer la grilla de canales deportivos hasta encontrar uno de
estos programas enlatados donde pasaran uno de River. Por ejemplo, uno del
Clausura 2004, con el Negro Astrada como Director Técnico, recién retirado como
jugador. Astrada, el tipo que más títulos ganó en la historia del club. En ese
torneo goleó a Estudiantes, Independiente, Arsenal y Colón, y le ganó a los
otros cuatro grandes, incluido el 1 a 0 en la Bombonera con gol de Cavenaghi. Otra
vez Cavenaghi.
O del Apertura ’99, donde le volvió a ganar a Boca en el
Monumental después de 11 años, con goles del Payasito Aimar y del Ángel
colombiano, los dos por arriba del arquero. O mejor todavía: del Clausura ‘94,
invicto, a 5 puntos del segundo, con el debut del Tolo Gallego como técnico, el
Enzo como goleador y un lapidario 3 a 0 a Boca en la anteúltima fecha.
* * *
Y en la tele todavía se preguntan qué es River. Esto es
River. ¿Quién dijo que juega en el Nacional B? ¿A quién se le ocurrió esa
mentira, qué canal puede sostener esa ficción? El verdadero River juega hoy (lo
vi en un adelanto, el partido empieza a las tres de la tarde) contra Boca.
Contra Boca, nada más y nada menos. Clásico de clásicos. Últimamente vi tantos
partidos que hasta me animo a pronosticar el resultado: 3 a 3. Parece un
delirio, pero es posible. ¿Por qué no? ¿Por
qué siempre hay que pronosticar un 1 a 0 o un 6 a 1? Aunque no jueguen Hernán
Díaz ni Gallardo ni Sorín, y aunque ellos tengan al Manteca Martínez y al traidor
de Cedrés en la delantera, no se olviden que nosotros tenemos a Villalba, Ayala
y Berti. Lo damos vuelta, estoy seguro de que lo damos vuelta. Y hasta me juego
que el Tito Bonano ataja un penal. Partidazo.